El viejo cuentista
Yo ya estaba triste. Y me puse más triste cuando me llamaron para avisarme. En un principio no entendí lo que me decía, ni de quién era la voz que me hablaba apesumbrada: ‘es el viejo..’
Esto ya había pasado antes, y como digo… había pasado. Y la vida seguía nomás. Pero que pasara otra vez, me ponía triste como de verdad... Una tristeza de saberlo perdido, de intuir su cuerpo abatido y su mente entregada.
No quería ir a verlo. Le dije a Pocho cuando me llamó que, para mí, hacer eso era como cortarle la cola a un buen perro, pintar de gris un arcoiris o explicar un chiste.
No va a ser ya el mismo, nunca más lo será. Si pasa, si logra que sea otra vez un paseo por el hospital, ‘unas pequeñas vacaciones nada más’ como dijo después de esa última vez, va a estar meses en recuperación, seguramente mucho más que ese último derrame. Y él odiaba esa idea desde siempre, pero más después de la última vez. Decía que el último recuerdo es el que más queda, por lo menos al principio, y nadie quiere que lo recuerden como un estorbo vegetal, que cuenten esas cosas de uno.
Todos decían que era fuerte, que iba a salir de ésta como la otra vez. Pero para adentro, ya sabían que era mucho, que no se había recuperado del todo, que no se estaba ‘cuidando’ con nada…y cuando digo todos me refiero más a la tía Franca, que era la que vivía con él desde siempre. Aunque ahora conviven desde que tuvo el derrame. Ésta vez se ve que fue más fea, y por eso llamaron a todo mundo. Para avisar y que se preparen.
86 años tiene el abuelo, va para un siglo viviendo y riendo y cuentiando, sobre todo eso…contando cuentos. Esa es su pasión. Y decía que podía ser también la mía, si me atrevía, pero yo no le hacía caso. ‘Dos cuentistas en una familia es alevosía’ le decía cada vez que me sacaba el tema.
Lo quiero mucho al viejo, y también al Pocho, y por eso estoy sentado en un banco de la terminal, esperando un colectivo que siempre llega demorado. Actuando en contra de la estúpida voluntad de cuidar del último recuerdo, espero ese colectivo retrasado que me lleve a verlo.
Pocho es el más chico y sabe cómo convencer. Insiste y acompaña y te sale con cada cosa, te endulza y te reta hasta que terminas haciendo lo que dice.
—Venite con el retrasado— así le decimos al colectivo —el viejo está estable. Son 4h de viaje, ahora yo entro y le digo que estás en camino, dicen que aunque estén en coma, te escuchan. Él te va a esperar. Se va a poner bien de nuevo, vas a ver. Le va a quedar otro cuento de esto— me dijo Pocho, y después de cortar me vine directo a la terminal, mucho más temprano que el horario que figura la salida oficial y más aún del que realmente sale el colectivo. No sé para qué la verdad, capaz para pensar… Con la esperanza de que no sea la última vez, para aflojar un poco, tomar mucho aire y cielo y estrellas. Así tengo tiempo de recordarlo, como a él le gustaría, o no sé.
Pienso en las locuras de ‘el viejo cuentista’, como le dice la tía Franca. Me río. La figura de la tía viene a mi mente. Hermosa la tía con sus anteojos redondos como culo de botella, siempre toda despeinada. También la quiero mucho, ella se ocupa de todo en la casona, pagar los servicios, hacer las cosas del día a día, compras, médico, todo. El Pocho dice que el viejo está más mañoso desde que le dio el derrame y la tía está más histérica. Esas son las cosas que dice para distender la tensión, sólo a él le quedan esas palabras.
—Ahora se le da por quedarse mirando la lluvia, como contando las gotas que caen. Yo no le digo nada, mientras esté tranquilo, pero por lo menos que me haga caso cuando lo llamo— riéndose un poco, Pocho me contó la última que le tiró la tía Franca sobre el viejo. Antes del primer derrame, eran los paseos en tren y antes los mates de noche, y siempre había algo.
Pero ¡Como le gustaba viajar en tren al viejo! Sólo Dios sabe qué le divertía de pasearse por esos gusanos largos que tragan y despiden gente en cada parada. Lo imagino: en el fuelle del vagón, fumando y mirando hacia afuera por la ventanilla redonda de la puerta; Caminando por el andén hacia la locomotora para charlar un poco con los maquinistas, siempre fumando. Decía que de ahí sacaba buenos cuentos, de los maquinistas, ‘cortitos pero encapsulantes’.
A él solo le gustaba contarlos, y desde chico me animaba a que yo les ponga un título. Los que él aprobaba o no, para tener el privilegio de ser inmortal en sus cuadernos. Porque los contaba y algunos los escribía también. Con el Pocho pasábamos horas leyendo esos cuadernos viejos, cuentos que el viejo tenía de quién sabe qué año, porque ninguno tenía fecha. La mayoría no tenían ni título, y algunos que otro de esos, me anime también a darle nombre sin que el viejo diera el visto bueno; la tinta del título y la del texto hacían notar que había pasado mucho tiempo entre uno y otro.
“Vía libre y circo” fue de los primeros títulos privilegiados que propuse. Recuerdo al viejo escribiendo y riendo, levantando su cuaderno y mostrándome, como si fuera un trofeo intangible, el título con mayúsculas y firuletes.
— ¡Mira qué título! Hoy es un buen día. Para recordar. Aunque la cronología es lo de menos pibe, sin tiempo no hay peso— me dijo, cerrando el cuaderno y mandándome a buscar unas mandarinas al almacén de la esquina.
Éste es el pequeño cuento:
“Vía libre y circo”
El tren avanzaba con precaución por una vía oxidada y cubierta de maleza. Un tramo olvidado, o eso pensaba Pipo, el maquinista. Hacía años que estaba clausurado, pero de un día para otro, o mejor dicho, de un momento a otro, dieron una orden de inspección. Y eso lo había puesto a patrullaje. Los rieles y durmientes gemían y crujían como si protestaran por ser despertados de su largo letargo.
La noche espesa se despedía pero la luz del tren apenas penetraba la niebla que parecía surgir del suelo mismo. Mientras conducía, Pipo pensaba para sí mismo ¿Por qué tanto apuro por patrullar? ¿Se iba a reactivar el ramal? ¿Tan temprano tenía que ser, no podían esperar que aclare? Apenas y se ve algo con tanta niebla y tanto ramerio.
De repente, saliendo de una curva muy cerrada, Pipo vio algo que lo hizo tirar el freno de Emergencia y prenderse a la soga de la bocina. Frente a él, a unos 30 metros, una enorme carpa de circo roja y amarilla, se alzaba en medio de las vías. Las estrellas bordadas en los lienzos brillaban como si la luz de una luna las animara.
El tren se detuvo metros antes de la lona. Pipo bajó de la locomotora, armado con una linterna, irritación y curiosidad. ¿Qué clase de broma era esa? ¡Faltaba todavía mucho viaje! Avanzó hacia la carpa y, al acercarse, comenzó a oír una música suave, como un vals que parecía venir de otra época. Las lonas parecían ondular con la música, como si el viento las acariciara suavemente, pero todo estaba inmóvil.
—¿Hay alguien ahí? —gritó Pipo, su voz temblaba más de lo que habría admitido.
En respuesta, las luces dentro de la carpa se encendieron. Colores cálidos y sombras bailaron sobre la tela. Pipo empujó la entrada, y lo que vio lo asombró como si entrara en una película.
El interior de la carpa era inmenso, mucho más grande de lo que parecía por fuera. Se sentía un niño en su primer día de feria. El aire olía a algodón de azúcar y aserrín. Los asientos de madera formaban un círculo perfecto alrededor de un escenario vacío, y de los techos colgaban trapecios con una gracia fantasmagórica. De repente, una voz resonó.
—¡Bienvenido! Pase, pase, no se que ahí parado, por favor pase, pase— un hombre flaco, de musculosa blanca y pantalón con tirantes, surgió de las sombras. Sus ojos brillaban como brasas bajo el borde de un sombrero negro.
—¿Qué es esto? ¿Por qué están acá? Digo, en medio de la vía—preguntó Pipo, sin saber si retroceder o avanzar, acostumbrado a reaccionar frente a las sorpresas.
El hombre sonrió, una sonrisa tan amplia que parecía dividirle el rostro.
—¡El Circo de los Caminos!. Como dice en la Marquesina. Nos instalamos hace tiempo. Hoy 2x1 en menores de 10 años. Pero ¿Qué vía?
Antes de que Pipo pudiera responder, el hombre dio un salto hacia él con tal agilidad que lo dejó atónito.
—No tan rápido. Una vez que entras, el circo decide cuándo puedes irte. Tal vez necesitemos un maquinista para nuestro próximo acto.
Pipo nunca llegó a destino. Cuando enviaron a otro tren por la misma vía en su socorro, encontraron la vía libre. La locomotora N° 1734 apareció en el fondo de un arroyo semanas después, pero no había signos de descarrilamiento en ninguna parte. Algunos juran que, en noches de niebla, al pasar la curva cerrada del km 437, se ve una carpa de colores que desaparece lentamente y se escucha un grito de socorro desesperado.
Todavía puedo oír la voz de suspenso del viejo en el último párrafo, cómo podía transformar la atmósfera con sutiles cambios en el tono y sus inmejorables pausas. Me río pensando que realmente seguí su consejo sobre la cronología, no recuerdo qué día fue, pero sí que fue un buen día.
El ocaso se oculta, entre las casas y las nubes que empiezan a ganar el cielo. Parece que a la noche llueve. O quizás antes, ya se pueden ver algunos relámpagos distantes.
En teoría ya tendría que estar en viaje, si todo obedeciera a la teoría.
Es increíble como un colectivo puede llegar siempre con la misma demora, y de todos modos, seguir con el mismo horario figurando en el itinerario. ¿Por qué no lo cambiarán? Hace años que llega con la misma demora, con alguna que otra excepción en que, llegó demorado, pero unos minutos menos. Desde que lo tomo, nunca llegó a horario.
Supongo que la costumbre, la rutina pesa más, y nadie se habrá vuelto a quejar. O quizás nunca nadie se quejó de la demora. Yo no me quejo, porque lo importante es que siempre llega. Cómo ahora que lo veo ingresando a la terminal.
Sentado ya en el colectivo. Miro una gota caer, deslizándose lento por el vidrio del lado de afuera. Antes de la mitad de la ventana, se detiene, y me atropella el recuerdo del viejo. Saco el celular del bolsillo para escribirle un mensaje a mi hermano, con intención de preguntarle cómo sigue el viejo y avisarle que recién estoy saliendo de la terminal, con el mismo retraso de siempre. Aprieto el botón para desbloquear la pantalla, y enseguida lo bloqueo de nuevo. Chasqueo la lengua y lo guardo. ‘No tiene sentido’ digo en voz baja, pensando que ya estoy en camino y él sabe que el colectivo siempre sale demorado al mismo horario, y del viejo… bueno, sabré cuando llegue. ¿Para qué escribirle? Cualquier novedad que valga la pena, seguramente me lo comunicarán.
Vuelvo la mirada a la ventana. La condensación del interior hace que nazca una gota donde quedó la anterior, pero está vez en el lado de adentro. La gota sigue el incierto recorrido por el vidrio hasta llegar al marco negro y fundirse en un pequeño charco.
Llegó al hospital. Encuentro a mi familia en la vereda, abrazados y sollozando en parejas de dos o tres. Todos menos la tía Franca. Mi hermano sale a mi encuentro desconsolado. Al verlo, no puedo aguantar el llanto que se me fue acumulando desde que me llamó.
—El abuelo murió a las 23:06h. La tía Franca que estaba con él, dice que de repente le bajaron las pulsaciones cómo a 45. Y después se descontrolaron. Cuando llegaron los médicos ya era tarde. La tía está adentro ocupándose con papeles y no se qué— me dice Pocho, y una sensación de confirmación triste y pacífica me invade, como subiendo desde los pies, para salir por un largo suspiro que me pareció eterno.
Miro a mi hermano con los ojos cristalizados, y se me viene la imagen de cuando mire el celular para escribirle. Me quedo mudo. En mi mente los números de la pantalla de mi celular se me escapan, y no sé si era justo esa hora porque no presté demasiada atención al reloj. Me enojo como si recordar eso fuera algo sumamente importante. Algo me dice que era esa misma hora, pero la imagen del recuerdo no llega.
Al verme consternado, Pocho me abraza y ambos quedamos en silencio. Instantáneamente, sin saber porqué, recuerdo la gota que pasó del exterior al interior del vidrio de la ventana. Algo me golpea adentro del pecho, una efervescencia como instándole al corazón a creer que fue una señal del abuelo al momento de partir. Que el viejo me dejaba una historia qué contar, no un recuerdo, sino otro de sus cuentos.
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