Doce cartas blancas
El buzón crujió como un hueso seco. Siempre se le erizó la piel al verlo, pero al cerrarlo aquel día, sonó a lamento viejo encerrado en la chapa oxidada. Hacía dos años desde la muerte de su papá. Tres años que no pisaba aquella casa. Entró, creyendo que la humedad, el mismo tiempo, su viejo o su hermana, habrían dado algún fin, pero ahí estaban. Esperándolo en la oscuridad: doce sobres blancos, impecables, ajenos a su cobija de facturas vencidas y volantes de pizzerías viejas.
Tiró lo que sacó del buzón sin mirar a dónde, despejó el papelerío y tomó uno de los sobres. Tenía escrito su nombre con lápiz.
Esa letra. La reconocería aún ciego de solo palparla. Inscripción que aún le partía el alma, que le hacía cerrar los puños hasta marcarle la palma. Grafía casi ininteligible para todo mundo menos para él.
Valerie, la hija del fletero menos fletero del mundo. La que le volteó la vida de un soplido en la feria de la costanera. La que se fue a Madrid sin mirar atrás. La que todos decían feliz allá. Ayer y hoy y por los siglos de los siglos.
Y él allí, en aquella casa que olía a encierro y café rancio, con sus cartas clavadas en el recibidor, clavadas en sus ojos, en sus manos, en su garganta, como espinas que no salían ni se hundían del todo.
Tomó todas las otras cartas. Las acarició y se miró las yemas apenas negras por el polvo de los años. Abrió todos los sobres y sacó uno a uno —con dedos que no querían temblar pero temblaban igual— los papeles lisos, fríos. Y sintió esa descarga, ese eco de electricidad que tenía ella, como si lo hubiera dejado en el grafito del trazo. Una energía que jamás encontró en nadie más.
Valerie era un volcán, sí, pero también una sombra fresca en verano. Él, en cambio, era un fósforo mojado: sin chispa fugaz y con olor a quemado. ¿Cuándo se jodió todo? No se lo preguntó hasta que ella se fue. “No calentás la misma cama dos noches seguidas, Matías”, decía con esa voz suya, dulce y filosa, antes de arrojar cualquier cosa a la puerta o la pared.
El día que partió, no hubo gritos, ninguna escena. Fue peor: un silencio espeso, lleno de todo lo que no supieron —o no quisieron— decirse. Esos silencios duros, como cuando nadie se ríe del chiste, como después de la noticia fatal. Lo mandó al descenso sin una palabra. Sólo una mirada descortés que se refugió al instante bajo unos lentes negros.
Ella estaba parada en el umbral del portón, recostada contra el buzón, con su chaqueta azul y una valija chiquita, como si solo se llevara su alma y un libro. Él quedó mirándola, con una mirada de agotamiento, no de odio. Una tristeza tan honda que ya ni rabia tenía. Lo dejó seco. Hueco. Como si lo hubieran vaciado y rellenado con aserrín de circo. Quedó mudo, como si le hubiera dado un golpe en la boca del estómago. Pero, ¿qué iba a hacer? ¿Suplicar?
“Dos que se quieren se pueden decir cualquier cosa, pero uno u otro siempre tiene que escuchar” le había dicho ella una vez, al comenzar a explicarle que, cuando todo se derrumba: caen los gritos, explotan los llantos, vuelan palabras estúpidas que se clavan más hondo que un insulto. Y que el rencor... el rencor es como la humedad, sube desde abajo, estrepitoso, y se mete en los huesos que ya no se agitan. Que fueron años de quererse así.
Le pedía cosas simples: presencia, atención, sopa caliente con puchero. Y él, como un pelotudo, respondía con pan y circo. Promesas, cenas, chocolates y cafés en el sofá a la medianoche. Nunca estuvo realmente donde más lo necesitaba: en esos momentos frágiles cuando ella lloraba bajito abrazando una almohada, buscando soluciones, parches, enmiendas. Ella buscaba aire mientras él roncaba.
Pero esa vez, la última vez, no hubo nada. Solo el rodillo de la indiferencia aplanadora, tersa y altiva.
Se creyó Gardel. Pero Gardel cantaba tangos de pérdida amorosa. Él silbaba boludeces.
Ahora lo veía. En la penumbra del pasillo, con la lluvia empezando a tamborilear contra el vidrio, lo veía todo. Había sido ciego a sus ojos hinchados, sordo a sus suspiros, incapaz de sostener algo real. Y un corazón no se endurecía de golpe: se iba haciendo de piedra con cada desaire, cada "después hablamos" que nunca llegaba, cada noche que se la patinó en el bar de la esquina, haciéndose el piola mientras ella se deshacía sola en la cocina, en la cama, bajo la lámpara amarilla que tanto odiaba.
Ahora, viendo su caligrafía alborotada, piensa que lo peor de la despedida fue verla con esa valija que compraron para un viaje que nunca hicieron. Los ojos brillantes, no de lágrimas teatrales, sino con ese velo de pena de muerte. Los labios le temblaban, como hojas, como si intentaran transmutar su peso. Era un último puente tendido sobre las ruinas. Y él no lo cruzó. Se quedó quieto, orgulloso de su estupidez, inmóvil como una maceta de jardín olvidada.
En ese momento estaba allí en su antigua casa, en aquel pasillo mugroso de años enteros, sin la fuerza del perdón ni la gracia del indulto. Siempre había sido menos que su fama, más opaco que la imagen que salía del espejo. El Matute canchero, sí, pero por dentro un pibe asustado, incapaz de sostener algo que no fuera humo.
Y ella... ella era el fuego, bailaba en todas las llamas. Una antorcha que buscó entre sus sombras hasta que se cansó. No se apagó, sino que se fue a Madrid —con un trabajo bueno, decían, con un tipo que la miraba como si fuera el sol y no un simple sahumerio— dejándole doce cartas. Que ahora eran doce sobres que lo atormentaban, que sin siquiera abrirlos lo miraban desde la mesa como testigos mudos de su ruina.
Escuchó un megáfono lejano, ronco y distorsionado, que ofrecía: “¡Tenemos papa, zanahoria, lechuga, tomate! Tenemos, doña, frutas, verduras, huevos… ¡tenemos, doña!”
Entonces recordó aquel verano. Su primera salida, su primera escapada de novios enamorados. Habían ido a Colón, Entre Ríos, en busca de playa, arena, sol y noches tibias.
Valerie, revolviendo todo al bajar del bondi, buscando su mochila negra con el logo de Viejas Locas, que nunca apareció. Y la cabaña… “Totalmente amueblada para ciegos”, había dicho ella, apenas abrió la puerta. El comprador de cobre, aluminio, etc, que apareció como salido de otra dimensión, interrumpiendo la pausa densa tras su primer “te amo”. Las risas, las imitaciones, y el abrazo que lo dejó todo suspendido en la memoria.
Se le dibujó una sonrisa melancólica. Le pareció que una burbuja lo contenía de repente, como si hubiese sido transportado a ese tiempo remoto. Y parpadeó repetidamente, buscando el fallo. Sintió como si su espíritu cayera en su cuerpo. El estremecimiento del despertar abrupto en el presente al romperse la membrana cautivadora.
La lluvia arreció. Las cartas seguían ahí. Paseaba su mirada por los símbolos pero no podía leerlas. Imaginó las palabras contenidas, palabras que podrían redimirlo o hundirlo del todo y para siempre. Algo lo sacudió, un pensamiento lejano, como llegado de otro costado “Que ardan en el fuego purificador, cenizas en la pileta. Un cierre”. Se le instalaba dudosa la idea de un crimen perfecto e imposible contra el pasado. ¿Y si decían algo que aún importaba? ¿Y si no decían nada? ¿Quería saber, o no?
Dio unos pasos para romper la inmovilidad que reinaba. Dejó todo nuevamente en la mesita recibidor. Retrocedió y se apoyó en el marco de la puerta, miraba sin dirección hacia afuera. La calle, la vereda, el césped, brillaban como renacidos por la lluvia. Las cartas palpitaban en la oscuridad del pasillo como algo vivo que lo llamaba.
Abrirlas sería romper el caparazón. Quemarlas, sellar para siempre su dureza. No sabía escuchar a su corazón: endurecido a fuerza de no ver, de no oír, de no besar cuando tuvo la boca temblando frente a él.
Un trueno rugió a lo lejos. La lluvia golpeaba con más rabia y algunas gotas llegaban hasta él. Las cartas esperaban, condenadas en su calabozo estático.
“Quizás mañana” pensó sorpresivamente. Quizás las abriría. O quizás las quemaría. Total, Madrid estaba lejos. Igual había que re-volver, había que re-asumir, había que re-pensar, en todo había que re-etc, cualquiera sea el caso. Pero sabía que, más había que seguir después: colocando fielmente ladrillo a ladrillo, en esa soledad que se diseñó, como castigo y refugio. Muro inabarcable de su destino elegido.
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