Capítulo 1:‘Y así también al comienzo’
Cayó la brasa del insomnio; a morir, al piso de tierra, machacada bruscamente por la punta de la suela. Tres vueltas del zapato.
Sobre la mesita de luz, el cenicero se llena hasta el borde de transparente ansiedad. El vidrio pulido muestra su base, ahora apenas blanquecina por la garúa desesperada, de lo que no termina de entenderse y se agita en la boca y entre los dedos.
Trata de despedirse y desprenderse de sí mismo, aún cuando sabe; cómo en un último suspiro, el humo igualmente se eleva misterioso después de levantar el pie sin siquiera mirarlo. Y no hay despedida.
—¿Quién?— dice exasperado, y la palabra le quema los labios — ¿Y dónde está?— sigue preguntando, arrebatándole el silencio a su alma violada.
Despierta agitado, tieso. Se levanta de golpe como queriendo resolver los pensamientos y echar tierra al sueño. —sueño de mierda — dice maldiciendo su hora y su lugar.
Mira el reloj digital cuadrado en su mesita de luz, 03:23h de la madrugada. Un sótano viejo y húmedo es su habitación. La vida se le había marchitado, así como el cuerpo y la mente.
Y los días se le hicieron semanas, y éstas, meses que podrían ser años quizá, no lo podía descartar, ni le sorprendería siquiera que así fuera. Antes de desvelarse con sus pensamientos, los cortó de cuajo. Giró dos veces sobre sí y volvió a dormir.
Despierta nuevamente, está más tranquilo. Mira el reloj que marca 06:06h. Es tardísimo. —¿Ésta porquería no sonó?— Se despabila instantáneamente, y empieza a vestirse rápidamente. Mira nuevamente el reloj, 06:09h. Sonríe. Busca serenarse respirando profundo y se dirige a reportarse al cuarto contiguo.
Al entrar, voltea hacia un escritorio, se inclina para registrar su ingreso en el libro. Mira en la esquina superior, y saluda con un gesto de las cejas a la cámara de vigilancia.
Un susurro rasposo, casi inentendible le llega desde el rincón opuesto en el piso.
Gira la cabeza, ve a uno tirado en posición fetal, moviendo las manos.
—Ésto que toco con las yemas ¡Acá, así como se ve! y no es que lo siento distinto dentro, en el pecho, en la sangre ¡Es solo una pobre carrocería! Un intento de imán para carnes y espíritus ¡Y muy ordinario resulta ser! Transparente, límpido…— el palabrerío sigue a duras penas, sin interlocutor. Lanzado al que lo escuche y comprenda.
Otro, yace sobre una cama de metal sin colchón en el centro de la habitación. Parece abstraído del alrededor. De repente gira la cabeza en dirección a Adrián, que alejándose del escritorio camina hacia él. Murmura al aire algo así como una plegaria. Adrián levanta el brazo. En un instante todo queda en silencio. El tiempo parece detenerse mientras el repique del pie izquierdo de Adrián se empieza a oír, como si llegara desde lejos a levantar el polvo del suelo y las cabezas.
— ¡Y es así! Nunca llegan respuestas sin buscarlas— Adrián levanta la voz, y parece retumbar en las caras quejumbrosas, pero el aire denso y perturbado la devora sin respuesta.
Blas sigue absorto, como siempre desde que llegó, mirando sin mirar nada. Su cuerpo, cansado y dolorido, ofrecía su último impulso, macizo de sumisión. Aunque no fuera ya nunca un poco más que una mirada desenfocada; con algo de ese propio brillo oblicuo, algo surgía de entre esa temible maleza de hipótesis, de eso que nunca se mastica con certeza absoluta.
Adrián se aparta hacia la oscuridad, como en busca de una realidad paralela. Camina sin sentido aparente, como si fuera una paloma, tres pasos a un lado y cinco hacia otro, para volver dos, y así.
—No es bueno ni malo, es y nada más— se repite en voz baja, como tratando de consolarse a sí mismo. Sus dedos, involuntariamente, se acariciaban entre sí los nudillos.
Se detiene como resuelto, y silba muy fuerte llevando sus temblorosos dedos a la boca. Tres silbidos cortos, como pitidos de máquina descompuesta. Arriba la puerta se abre un poco. Una pálida luz baja atravesando el polvo suelto y la maleza homogénea; la fatiga y la desesperación, el deber y la resignación, todo envuelto por los harapos de ideales remotos y ajenos.
—Dale de baja nomás— gritan sin aparecer, sin dar la cara. Adrián oye solo una simple orden, seguida del ruido seco de la puerta al cerrarse.
Levanta la cabeza, y como buscando complicidad con la luz del pobre foco, chista los labios en señal de desagrado, meneando un poco la cabeza. Mientras sus pies recomienzan el maquinal movimiento, volviéndose ya un círculo fastidioso.
Enfurecido, da un pisotón en el suelo para descargarse. El polvo le llenó la boca con un sabor a orina seca mezclada con cenizas y querosén. Tuvo que juntar saliva para escupir, siempre mirando para otro lado y maldiciendo para adentro.
Después de unos minutos parado en silencio, se agacha para juntar unos cables del suelo. Ve su reflejo distorsionado en la punta del zapato, y le arremete una sensación de asco. —Bueno, ya da— se dice y agarra los cables con la mano.
Da tres pasos, abandonados pero resueltos, toma una punta y tira el rollo de cables sobre el escritorio, haciendo caer el cenicero al suelo. Se siente hastiado y abnegado.
Sin apartar la vista del manojo que tiró, se agacha al lado del elástico metálico. De cuclillas, pasea su mirada por el piso, siguiendo los cables hasta terminar en su mano, como si se tratara de la larga mecha de una bomba. Con cuidado toma las puntas sueltas de cobre; deshilachadas y ya muy negras, y las enrosca en unos tornillos gruesos que sobresalen hacia arriba y abajo del metal frío.
Se recompone y queda un momento parado, quieto, no dudando ni meditando el accionar, solo un momento tieso, para respirar profundo. Soltar el aire y la culpa. La tentativa de despedirse también él, se muestra inconsciente en su lengua, que se mueve a diestra y siniestra sin salir de su boca.
Se encamina al otro extremo del cable, los pasos se le tornan pesados, condenatorios, intransitables. Llega al escritorio. Mira el cenicero tirado en el suelo, las cenizas desparramadas junto a los filtros blancos. Tomándose de un tramo cualquiera, recorre con las manos el cable para llegar a las puntas. Da solo un paso, firme y cruel, y como sin pensarlo; mecánicamente adiestrado, lo enchufó. Y así también al comienzo.
Capítulo 2: Y con ella, otro comienzo.
“Andá a la puta que te pario” Alcanzó a oír a la pasada, sin saber bien de dónde provenía el insulto, pero la voz se le hizo familiar, lejanamente conocida.
Mientras camina por el pasillo estrecho y maloliente, de paredes descascaradas. Va peleando con telarañas y un piso aceitoso que complicaba el tranco. No puede distinguir bien qué olor prevalece por sobre todos, pero uno sobresale indudablemente; y es otra lejanía conocida.
Busca distraerse de la realidad inmediata, y paradójicamente, mantener la mente atenta a lo que pasa alrededor, por lo cual empieza a rascar en su memoria; desenterrar esa voz para dar en el tono justo del insulto, que emerja su infame portador. Pero el olor lo distrae queriendo ganar terreno, librando batalla en su cabeza destartalada. Voz y olor se disputan las sombras del olvido.
Sus manos sudan frío. La cuerda vieja y mugrienta que las rodea le empieza a molestar en las muñecas —hay que aguantar— se dice determinado. Aprieta los dedos de los pies contra las zapatillas, una y otra vez, para darles un poco de calor y sentir que todavía está “de pie”.
Levanta la vista un poco. Observa la única lámpara ubicada al final de ese túnel oscuro que, colgando desde un manojo de cables sobre una puerta azul, titila y se vuelve más tenue, casi apagándose por completo, y un momento después vuelve a su propia luz inmóvil.
Frota sus manos en el pantalón, porque el sudor y las hilachas que se desprenden de la mugre por el mismo sudor, empiezan a picarle en las palmas.
Sólo entonces siente que ésta vez es distinta; como presagiando su destino inquebrantable, algo en el olor de la casa le da mala espina, dejando de lado el lamentable aspecto.
Pero enseguida vuelve como perro desesperadamente hambriento, a escarbar en su memoria. A rascar con esas garras que en cualquier momento puede llegar a perder. Voz y olor son sus huesos de perro.
Quedan parados delante de la puerta. Ahí volvió de sopetón a la realidad de que no caminaba solo. La combinación de su intriga y que el otro dejara de empujarlo, le dieron la sensación de estar en un tránsito perpetuo.
No entendió por qué quedaron parados sin tocar. Pero le sirvió para perderse nuevamente en sus cavilaciones.
Y ahí recordó la última vez: Seguro de que fueron al menos 5 horas dando vueltas con la cabeza entre los asientos delanteros, acabando en el dolor de la quietud; en los hombros y sobre todo el cuello. Recordando cómo después de que lo tirarán sin siquiera detenerse, la ceguera momentánea por el polvo le hizo temer lo peor, y el sabor a muerte se le acumuló en la boca. Cómo lo escupió ni bien se sintió sólo en el piso. Cómo lloró acurrucado en la tierra y las piedras, esperando.
Pero ésta vez la siente diferente, como más hosca y retorcida, perversa. Lo perturba silenciosa con sus telarañas y olores y voces. Aunque solo ha entrado en una casona y caminado por un pasillo asqueroso, todo se siente distinto. El sudor de las manos, el olor, él, el que lo lleva, esa voz insultante, todo se le presenta ruin de un modo peculiar.
El que quedó detrás suyo, silbó fuerte; corto y agudo como un acúfeno irritante, como anunciándose en código. La puerta se abrió y entraron.
Entrar a ‘El cuarto’ le pareció como entrar a otro mundo. Excesivamente iluminado con 6 focos, y reinante el olor a tabaco. Tanto contraste con el pasillo hizo que sus ojos tarden al menos 2 minutos en poder ver el escritorio y los pocos muebles pulcramente ordenados. —Debe ser el efecto buscado— pensó Blas, la frase tropezó en su mente, y al instante, paseó su mirada por el lugar.
Una molestia aguda comenzó a recorrerle el cuello de lado a lado. Mientras seguía descartando imágenes y nombres, una mano fría se posó en su hombro izquierdo y el calor de una bofetada en la oreja derecha le quitó la molestia. Un clavo sacando a otro.
Las carcajadas le zumbaron en los oídos. De pronto surgió, también burlón, ese sabor en la boca, como si no lo hubiese podido escupir nunca, y tras el golpe y las carcajadas, todo volvió a estar confuso a la vista y revuelto en la memoria.
—Avisá que llegó éste— dijo el que está detrás del escritorio. Sentado, mira unos papeles, revisándolos sin siquiera levantar la vista. Enciende un cigarrillo y da una pitada larga — y llévate ésto también— prosiguió, descargando el humo en la cara de Blas. Mirándolo fijo.
—Blas, como Blas Parera ¿No? Encima toca el piano también, Lástima que no compartiera su amor a la patria— dijo con arrogancia y desprecio, y le hizo un gesto al otro para que se lo lleve.
Salen. El otro, se puso más juguetón después de las risotadas perversas, y lo lleva con pequeños empujones bruscos sin sentido. Lo toma por la cuerda de sus muñecas para detenerlo, mientras mira un papelito.
— A ver…Desde ahora sos B512. Así, a secas. ¿Me escuchaste?- le dijo en tono amenazante, y él se limitó a asentir con la cabeza.
—¿Nombre?—
—Blas Antonio Romero— respondió con tono militar.
—¿Cómo carajo te llamas?— lo toma por la cuerda de las manos y lo levanta desde atrás, Blas gime dolorido.
—B512, soy B512— alcanza a decir Blas antes de que el otro le dé un rodillazo en el muslo que lo hace caer.
En el suelo, el pasillo se volvió más grande, más largo, más oscuro, y más túnel con su luz pálida al final.
—Levantate porquería— lo toma nuevamente de la cuerda intentando ponerlo de pie. —la puta que te parió, rata de mierda. ¡Dale!— dice con desprecio y premura, mientras lo toma del cuello y finalmente logra que se reincorpore.
A medida que avanzaban, poco a poco se iban humedeciendo sus ropas por el querosén que le salpicaba del bidón sin tapa.
—Ahí está el maldito olor, QUEROSÉN— pensó Blas, mirando de reojo la etiqueta. Ahora el olor iba abrazándolo a cada chorrito, quemándole los nervios que se incrementan con cada paso hacia lo incierto.
— Ahora me falta la voz— se dijo rápido Blas para ejercer algo de control sobre sí, eludir suposiciones y conclusiones apresuradas. Súbitamente entendió que rascar ya no sería necesario, en instantes la revelación llegaría idéntica que la del olor. Notable, fresca, y con ella otro comienzo.
Capítulo 3: ‘Y luego, silencio’
La fatiga comenzó su aleteo en el párpado derecho, el cuerpo se rendía a los impulsos del estrés, el orgullo y la lealtad. Un constante aleteo como queriendo remontar vuelo hacia un placentero sueño, perderse tanto como se pudiera entre nubes y estrellas, enterrarse profundamente en las maravillas del inconsciente oscuro e inexplorado.
‘Acostado boca arriba’ era la posición que más detestaba. Siempre se lo decía a Juana, su mujer, cuando se desvelaba. Y así está ahora, pero eso ya no es incómodo en absoluto. Tampoco es una molestia no escuchar ya con la oreja derecha, ni haber dejado de sentir sus pies; eso en realidad es más bien un alivio, todo eso y todo lo demás no lo aqueja como el martirio de su párpado derecho, aleteando vivaz sin poder meterle mano.
Para intentar algo, quizás concentrarse hacía algún efecto, Blas se recordó al bajar por primera vez la escalera. Escalera que nunca volvió a subir ni bajar.
Son catorce escalones de madera, un total de veintiséis tablas de lapacho, veintiséis sí, porque el primero de arriba y de abajo eran una pieza única. Pero eso lo sabría después.
En ese descender, él ya había dado y contado diez pasos, cuando un empujón le ahorró los cuatro escalones restantes, mandándolo de pecho al piso.
Como estaba maniatado por la espalda, arrastró su rostro contra el suelo unos centímetros, llenándole la boca y nariz de tierra seca. Aunque no era solo tierra, más bien una mezcla singular que lo mantendría ocupado un largo rato. No en sacar los sabores de su lengua cuando escupía, sino en tratar de desarticular sus orígenes. Aún después de escupirla, podía revivir en su mente el gusto completo para fragmentarlo. Ésto, luego pasó a ser casi como un super poder en su mente cuando divagaba.
Así, boca arriba, estaba acostado hace ya tiempo, tiempo que no sabría decir ya cuánto. Porque dejó ésa noción atrás, junto a la esperanza y las ofertas oportunas. Y no por voluntad propia; por eso volvía ese terrible y monstruoso aleteo, sino por la perversa e inentendible necesidad del otro de mantenerlo despierto y hablando. Como si eso fuera a servir de algo para cualquiera de los dos.
El aleteo sucumbió en un pestañear lento seguido de una ínfima lágrima. El pecho se le hincho de satisfacción. Y como no había otra cosa que hacer, siguió recordando un poco más, para pasar el ya infinito e inútil tiempo, hasta que el otro decidiera aparecer a preguntar alguna cosa. Este ejercicio también le servía para abstraerse, y con ello resistir un poco más.
Recuerda el polvo que se levantó al caer. Parecía florar en cámara lenta, subía para no decantar.
—Vamos che, mirá, quedó más mugriento todavía. ¿A vos te parece che? Bueno, SEÑOR es éste un jueguito simple…— lo que escuchó después ya no lo recordaba. Sólo el dolor, después de sentir que tiraban de la soga que le ajustaba las muñecas en su espalda, como si lo quisieran pescar.
Reconoció esa voz inmediatamente. Era la que había escuchado antes en el pasillo, pero con un tono sarcástico.
Con un impulso automático, casi instintivo, se arqueó para ver ese infame portavoz. Como emergiendo desde un telón de polvo suelto. Pero el rostro le fue extraño, desencajado del sonido que emitía; como un zapato para una mano o un tenedor para una sopa, y no le trajo ni un nombre ni una imagen, ningún recuerdo revelador, nada. La mente se le adormeció de infortunio y desilusión desesperante.
—No, mirá esa cara. Pero usted no se preocupe, SEÑOR, por nada. Que para eso estoy yo— dijo Andrés, como intuyendo lo que pasaba por la cabeza de Blas. Marcando y arrastrando levemente la Ñ de la palabra señor.
Y la voz le golpeaba con su esencia familiar, cercana pero ajena, evocadora pero inaccesible. Exasperante, percibía en el tono y los modos de pronunciar las palabras de Andrés cierta familiaridad. En algún lugar de su mente golpeaba afanosa, sin romper la coraza, la revelación. Pero no le venía el nombre, el maldito seguía oculto a plena vista. Toda esta situación se volvía absurda en su mente entumecida.
—Se preocupó ya bastante y preocupó a todos ¿No le parece? y mire donde lo trajo— una sutil sonrisa esbozó en Andrés. Mira para otro lado mientras habla de los pormenores del lugar. Trata de cambiar el tono de la voz un poco, carraspeando. No lo mira hasta que termina sus comentarios, tras ocultar sus ojos avergonzados con unos lentes de sol. Pero Blas alcanzó a ojearlo, muy atento a todo para mantenerse. Un calor tosco le sobrevino rabioso hasta el paladar seco y mugroso.
—Este me conoce de verdad— pensó —¡La puta que lo parió, éste me conoce no sé de dónde y piensa que yo también lo reconozco!— aprieta las muelas, con una tensión que se nota en las venas del cuello que se hinchan esparciendo color a toda su cabeza rapada. Los ojos se le cristalizan, de rabia, de impotencia.
—Usted sabe B512. El pobre es así porque quiere, porque le gusta… ¡y usted se preocupa! ¿Qué caso tiene? Esos no estudian ni trabajan ni se esfuerzan para nada. Quieren la fácil. La patria necesita otro tipo de gente ¿No le parece?— Andrés da pasos a su alrededor con las manos en la espalda, como mostrándole el terreno de batalla. Una batalla claramente inclinada. Blas lo mira desde el piso con los ojos saltados de la bronca, pero no por lo que decía, sino porque Andrés lo reconocía y él no sabía de dónde. No podía ubicarlo en su mente. Inquieto, se pregunta ¿Cómo puede ser?.
—El pobre es ignorante porque tiene que comer primero. Y procurarse el alimento le cuesta todo el tiempo del que dispone ¿No le parece?— responde Blas, desafiante, haciendo énfasis en la pregunta final. Como para decir algo que le expulse un poco de rabia, porque en su cabeza no hay más que insultos.
—Acá las preguntas las hago yo,¿Entiende? No se pase de vivo, que si se pasa, se le pasa también la vida, hágame caso SEÑOR— lo agarra de la soga y da un tirón, indicando con un gesto que se levante, al que Blas responde con un gesto de dolor.
Cuando lo tiene de pie, sostiene la 9mm en su sien, el caño frío le hiela los pensamientos. Mientras le desata la soga de las muñecas, con una sola mano, y así como si fuera una situación común y corriente, un juego, como le había anunciado, le pregunta — ¿Cuántos años tiene su hija? ¿6 para 7 ya? En estos días es su cumpleaños, sería un lindo regalo verlo nuevamente ¿No le parece?— Luego lo acuesta en una cama sin colchón toda de metal, inclusive el elástico, que parece más una reja de balcón. Le ajusta las manos y los pies a los costados, con unas agarraderas también de metal que aparentan estar soldadas a la cama. A la vista, yace como crucificado pero sin cruz. Andrés lo deja así y se pierde en la oscuridad un rato.
Por un momento Blas piensa que los recuerdos no son reales, que el sitio donde están tampoco lo es. Todo es una pesadilla y despertará junto a su hija, después de haberse dormido contándole un cuento.
Tiembla con el recuerdo de su hija. Otra lágrima recorre su rostro mugriento y cuarteado. Sacude la cabeza y concentra su mente en recordar cómo sigue la historia, para no contaminar el recuerdo de su hija, temiendo mezclar todo y traer su imagen a este infierno que vive.
Recuerda que Andrés apareció al rato con un cigarrillo en la boca, pitando nervioso. Al acercarse, su postura lo reflejaba triste e indeciso.
—Bueno, ¡a la mierda!— lo escuchó decir, y después de eso no recordaba mucho más con precisión cronológica. Ya el tiempo se había curvado sobre sí, y no podía ordenar que pasó cuándo. Todo parecía pasar en un mismo momento eterno. Las preguntas, las respuestas, la cara de Andrés, la máscara blanca del doctor que lo revisaba, todo podía confluir en un mismo instante y para él sería lo mismo.
Siente que el párpado quiere volver a remontar en un vuelo arrasador. Rasca el metal y tensiona todo el cuerpo, como si un espíritu tomara posesión de su cuerpo. Tiene que contenerse para no gritar de bronca, porque gritar conlleva consecuencias horrendas. Esta es su única forma de descarga. No quiere que el otro vuelva a ver qué pasa, y empiece con su “jueguito” una vez más. O peor aún, que venga cualquier otro, caso en el que el “jueguito” de tortura dura mucho más.
—Ya pasó un rato largo y éste no aparece, medio raro- piensa Blas, y sin disponerse, comienza a buscar en el ovillo donde nacen sus decisiones, para entender por qué está ahí, tratar de seguir el hilo que se le pierde en una nueva punta cada vez, y se le vuelve a escapar. Sabe y muy bien, que no conoce a nadie ni nada por el estilo. Ningún nombre en clave, ningún código, ni plan ni estrategia subversiva. No sabe nada ‘como Sócrates’ había dicho la primera vez que le preguntaron antes de subirlo al auto, ‘y no me interesa siquiera nada referido a lo que preguntan, yo solo colaboro en el merendero’. Pero las preguntas necesitan respuestas, cualquiera que sean. Había que tenerlas solamente, no refutarlas ni verificarlas, tenerlas.
De repente Blas escucha tres pitidos que lo arrebatan. Silbidos muy fuertes que lo devuelven a su cuerpo del vuelo mental que llevaba. Mira el techo y presta atención alrededor, la maraña de pensamientos y recuerdos se desintegra súbitamente.
Una lúgubre luz allana la oscuridad delante suyo, oye que alguien dice ‘dale de baja nomás’ o algo parecido, seguido del golpe de la puerta, y luego silencio. No entiende el significado de esas palabras pero queda tieso, una extraña sensación le recorre el cuerpo. Cierra los ojos, escucha crepitantes unos chasquidos de lengua. Pasos suaves y uno muy marcado. Luego el tiempo sigue su curso inevitable surcando el silencio.
Un golpe lo exalta, sus nervios se preparan para lo que viene, sea lo que sea. Submarino seco, picana, palazos, colillas, el maldito querosén… o alguna cosa nueva. Igual había que prepararse. Igual había que aguantar.
Abre los ojos y ve que Adrián se agacha junto a sus pies. Ninguno emite sonido alguno. Blas observa extrañado que al levantarse Andrés queda quieto, y le parece estar tratando de despegar con la lengua alguna sobra de sus muelas. — ¿Qué carajo está por inventar ahora?— piensa mientras lo pierde de vista.
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