Quien fuera afuera

Cuando desperté, tenía casi la mitad del cuerpo suspendido en el aire —un poco más y me caía de la cama—, las frazadas enrolladas en mi pecho y un gusto salado, como de lágrimas, en la boca.

Increíblemente, no estaba asustado al despertar. Sí me extrañó la forma en que desperté, pero estaba tranquilo. Quizás el equilibrio corporal para no caer también era mental.

Todos los días sueño. Desde que tengo recuerdos, he tenido sueños. Pocas veces tuve pesadillas, pero no hubo un día en que no soñara alguna cosa.

Esta vez fue un poco raro: me soñé a mí mismo, pero de otra edad. Cuando era chico, me soñaba chico; y de grande, me sueño siendo adulto. Es la primera vez que me sueño chico siendo ya adulto. Creo que era yo. No me imagino soñar ser alguien diferente o, peor, ¡alguna otra criatura!

En el sueño tengo alrededor de quince años —por lo que me recuerdo con esa edad— y estoy, junto con otros seis, tratando de escapar de un lugar.

En el grupo somos cuatro chicos y tres chicas. Una de ellas, la que aparenta ser de más edad, es quien sabe por dónde tenemos que ir. El chico de más edad soy yo, pero no tengo ninguna autoridad ni liderazgo: siento como si estuviera siendo arrastrado por estos otros seis.

Ahora, en la vigilia, no reconozco a ninguno. Pero en el sueño los veía como mis mejores amigos, y confiaba plenamente en la líder que nos guiaba hacia la salida. ¿Salida de dónde? No lo sé. Pero en mi pecho había un convencimiento, una seguridad de que debía escapar de ahí.

El lugar se asemejaba a un hospital, una escuela o algún edificio público donde hay muchas habitaciones como salas. Parecía ser inmenso y estar abandonado o con muy poco mantenimiento, porque los ascensores no funcionaban y las escaleras, en parte, no tenían barandas. Sentía que nos estaban buscando y que debíamos escapar, como si fuera nuestra única oportunidad de hacerlo.

No sabía dónde estaba, aunque tampoco sabía hacia dónde estaba tratando de ir.

Era un circuito sin fin. Bajábamos escaleras, caminábamos o corríamos por un pasillo, entrábamos a alguna sala por una puerta y salíamos por otra, para seguir bajando escaleras. Así, todo el sueño.
No estaba totalmente asustado, más bien estaba confundido. Creo que me movía la seguridad de tener que salir. Un entendimiento extraño.


Trabajo vendiendo zapatos en la Galería Marcos Puertas, un local pequeño casi al final del recorrido. De 8 a 12 por la mañana y de 16 a 21 por la tarde. De lunes a sábado.
Hoy es viernes, así que, luego de una ducha fría —porque me quería despabilar del sueño—, un desayuno rápido y darle un poco de orden al departamento, salí silbando, como cualquier otro día.

La jornada estuvo tranquila. Vendí 11 pares de zapatos en todo el día. En el tiempo libre, recordaba el sueño. No se lo conté a nadie del trabajo, por las dudas: no quería que me vieran como un loco. Nunca escuché a nadie del trabajo contar un sueño, ni siquiera a Julia, que es la más charlatana. ¡No iba a empezar yo!

Mi cena siempre es un sándwich de milanesa del kiosco frente a la parada de colectivos. Así, llego a casa listo para bañarme y acostarme. Algunos días miro una película o serie, otros simplemente pienso en las cosas del día, nunca pienso en el pasado con nostalgia. Nunca me desvelo ni sufro insomnio.

Mañana sábado es el último día de la semana, una semana bastante floja en ventas. Luego de un mes del comienzo de clases, las ventas caen unos tres meses hasta las vacaciones de invierno, donde se estabilizan hasta subir a fin de año.

—El domingo quizás vaya al parque a pasar el día. Parece que va a haber buen clima— pienso antes de quedarme dormido.

Otra vez sueño que tengo quince años. Me miro las manos y pasa algo raro: me doy cuenta de que es un sueño. A esto le sucede otra revelación más rara aún: tengo la misma ropa, estoy con los mismos seis, en el mismo edificio. Nunca en mi vida soñé dos veces lo mismo, y menos un sueño lúcido.

Ahora estamos sentados en un rincón de una sala, planeando cómo salir.
La más chica dice que pudo volver a la siesta —no sabe cómo— y estuvo recorriendo todo lo que pudo, yendo siempre hacia la derecha, como se había pactado —un pacto del que yo no estaba enterado—, para tratar de descifrar el laberinto. Tenía anotado todo en una hoja: color de puertas, número de escaleras que bajó, cantidad de escalones, faltante de barandas, olores, luminosidad de los focos, ruidos... Me pareció demasiado.

—¿Dónde mierda estamos?— dije en voz baja, dándome cuenta de que era la primera vez que hablaba. Me sorprendió escuchar mi propia voz de adolescente. No fue dirigida la pregunta; era un pensamiento en voz alta, y todos me miraron y miraron a la líder.
—En tu cabeza, ¿Dónde más?— respondió, mirándome fijo con unos ojos enormes, temerosos e increíblemente familiares, como si fueran los ojos de mi abuelo en el rostro de esta muchacha.

Sentí un mareo leve que me hizo cerrar los ojos. Al abrirlos, estábamos caminando por un pasillo oscuro, iluminado por el chispear de unos cables sueltos que caían desde el techo.

Con cada chispazo, se me presentaba el rostro de uno de mis acompañantes. Y en cada rostro distinguía una familiaridad: los ojos de mi abuelo, el pelo de mi hermana, la sonrisa de mi madre, las cejas y el ceño de mi padre.
 En un momento, los chispazos cesaron. No oía nada y estaba en la completa oscuridad.
Cerré con fuerza los ojos —mientras más los apretaba, repetía como un mantra: "esto es un sueño"— y, al abrirlos, desperté. Para mi asombro, en la misma posición que ayer.

Giro y me siento en el borde de la cama. Paso mis manos por mi rostro y me doy unas cuantas palmadas y pellizcos en los cachetes, para sentir que estaba vivo. El sueño había calado ya en mi mente y se mantendría vívido durante todo el día. Ya no tenía el control como ayer.

Me doy una ducha fría, preparo el desayuno y salgo hacia el trabajo. Ya no ordeno, ya no silbo, ya no es un día cualquiera: es "el día después del sueño".
Así lo nombro, aunque todo haya comenzado el día anterior.

Toda la mañana estuve disperso. Lo único que ocupaba mi mente era: "¿Qué pasará esta noche?"
Y esa, la pregunta crucial, rebotaba entre: "¿De dónde quiero escapar?", "¿A dónde intento ir?", "¿Quiénes son mis acompañantes?" y otras preguntas por el estilo.

Lo peor de la mañana fue un cliente que me hizo notar la ausencia en que estaba sumergido. Me saludó con un "Hola" y agitó su mano frente a mi cara, sonriendo para que le prestara atención. No le importó, incluso le causó gracia mi comportamiento. Me dijo: —Debe estar cansado ya, al final de la semana de trabajo—.
Yo me disculpé tanto, tanto, que le borré la sonrisa del rostro. No compró los zapatos, ni me saludó al retirarse.

La tarde transcurre igual, totalmente absorto.
La verdad, no sé qué hice al salir del trabajo al mediodía. Sé que no almorcé, porque tengo hambre. Creo que estuve sentado en un banco hasta que volví al local.
Hoy se vendió... cero. No se vendió nada. ¡No vendí nada!
Son las ocho de la noche y siento que no estuve presente, como si hubiera pasado el día en piloto automático. Estoy cansado como si hubiese hecho ejercicio toda la tarde. Quiero llegar a mi casa, bañarme y acostarme a dormir. Eso sí, no quiero soñar, o por lo menos no tener ese sueño, no lo soportaría.

Cuando estoy por comprar el sándwich frente a la parada del colectivo, miro al chico que atiende a los ojos y él se sorprende. Caigo en la cuenta de que hace más de seis meses —lo que él lleva trabajando en el kiosco— que pido el mismo sándwich, lo veo casi todos los días y que no sé cómo se llama. Después de pagar, le pregunto.
—Fausto— me dijo con más sorpresa en su mirada.
—Dale, nos vemos el lunes, Fausto— le dije, y crucé la calle.

Ya estaba a mitad de viaje en el colectivo cuando me di cuenta que no le dije mi nombre, solo le pregunté el suyo y me fui. Con razón me miró con tanta sorpresa: todos los días compro el sándwich con total indiferencia y ahora recién se me ocurre preguntarle el nombre, mirarlo a los ojos, saludar con tanta fraternidad.

Después de bañarme, me acosté pensando en lo pesado que estuvo el día, la carga mental me sacudió tanto físicamente que no tardé en quedarme dormido.

Volví a tener quince años. Está muy oscuro y huele a tierra mojada. Camino guiado por la mano de alguien —es una mano muy suave, pienso que es de alguna de las chicas del grupo—, el piso se hunde un poco a cada paso como si caminara por tierra removida.
Estirando el brazo, siento una pared como de tierra húmeda y raíces cortadas, me imagino caminando por una zanja profunda.

En un movimiento pendular, la mano pasa de guiarme a ser guiada por mí. La atención se centró en la mano, y de repente estoy al frente.
 Salimos del zanjón subiendo unos escalones, que pasaron de sentirse de tierra a cemento a medida que subíamos. La humedad también se disipó, como la absoluta oscuridad.
Volvemos a un pasillo del edificio en ruinas. 
Al salir de la plena oscuridad, la poca claridad deja divisar que está más deteriorado que antes: las paredes, el techo, el piso, está todo fisurado.

Estoy con el grupo completo, todos en silencio. Mi mano suda y se suelta de la que venía tomada, la seco contra el pantalón.

Atravesamos una sala y quedamos parados en un descanso de las escaleras. La líder dice de seguir bajando, pero yo siento que estamos en la escalera de Penrose.
—Hay que cambiar de perspectiva— dije mirando al suelo, como si no pudiera mirar a los ojos a ninguno.
—¿Qué?— dice la líder, acercándose despacio hasta quedar frente a mi.
—La escalera de Penrose, no hay que subir ni bajar. Tenemos que cambiar la perspectiva— dije entre susurros, como si hablara conmigo mismo.
—¿Cómo?
—Por acá— dije decidido, mis pies tomaron rumbo a la sala sin que los controlara, todos me siguieron sin protestar.

Volvimos al pasillo y caminamos hasta chocar contra una pared, una puerta a la derecha y otra a la izquierda.
—Ya fuimos a la izquierda y a la derecha, ahora debemos acostarnos y avanzar por esa pared— dije señalando el final del pasillo. 
—Vengan detrás de mí— dije, tirándome de costado en el suelo. Apoyando mis pies en el marco de la puerta. 
Di un paso y surqué la puerta, y al siguiente atravesé la pared.

Estaba en la azotea del edificio. La luz era increíblemente brillante, como si el sol estuviera a un manotazo de distancia.
Me sentí más chico, como si me hiciera más joven por la luz, y la claridad desapareció abruptamente con un pestañeo.

Estoy parado sobre un muro bajo, en la entrada de una casa. Es una casa estilo campo, no tiene rejas ni portón, solo el muro de piedra que la rodea. Mire mis manos y noté que era más bajito, debía tener unos cuatro años, pero mi mente seguía igual de lúcida que antes.
En la puerta de la casa, una anciana me mira sorprendida o asustada, la siento familiar pero no la reconozco. Parece gritar algo que no escucho, doy un paso tembloroso, pierdo el equilibrio y me caigo del muro. 

Despierto en el suelo, acurrucado, abrazado a la almohada. Al estirarme me duele todo el cuerpo. Siento un ardor en el codo, como cuando te raspas pero no llega a sangrar. Me toco con los dedos y siento la cicatriz, una cicatriz que siempre tuve y al no verla nunca, olvidé que tenía. ¿De qué es esa cicatriz? Pienso en la caída del sueño. Sonrío. Bostezo y me rasco detrás de la oreja. 
—Hoy es domingo, descanso y ocio—digo en voz baja. No sé si tengo ganas de ir hasta el parque. Mucho viaje. 
Por la luz que entra por la persiana, parece que el día está nublado.

Mi desayuno es café y unas medialunas que bajé del Freezer para calentar en el microondas. Quedan como recién hechas. Siempre guardo media docena para el desayuno del domingo.

Tengo una mesa cuadrada contra la ventana que da a la calle, y tres sillas —una le doné al sereno de la esquina cuando llegue al departamento, el pobre señor tenía un banco hecho así nomás con madera de pellets para pasar toda la noche— que hacen juego, siempre me siento en la silla de la izquierda que es más cómoda para ver la televisión.
Hace poco compré una tele grande de 55”, la de la pieza es una más chica que me regaló mi hermana cuando me mudé.

El sueño arremete contra mi rutina, desisto de mirar la tele y me siento en la silla de la derecha para mirar por la ventana. Las preguntas emergen como corchos, saltan como peces del mar de mi conciencia: ¿Salieron los demás del edificio? ¿Por qué me hice más chico? ¿Es a esa casa donde intentaba ir? ¿Quién era esa señora? Y otras más. 

Me detengo a mirar una monja que pasa por la vereda de enfrente, sobria con su hábito celeste y blanco perla. 
—¿Serán estos sueños una prueba de Dios?— pienso al verla alejarse rápidamente.
No tiene ningún sentido. Además ¿Cómo sabría si superé o he fallado en la prueba? Suspiro risueño.

De repente, pasa una chica escuchando música por mi vereda, camina muy tranquila, nos miramos un momento. Veo cómo disfruta los sonidos meneando la cabeza siguiendo la música, en cinco segundos desaparece.
El rostro se me hizo muy familiar. Recuerdo a los seis del grupo del sueño, sus rostros pasan por mis ojos. Creo que es la chica del medio.

Creo que no es una casualidad, me resulta muy interesante el hallazgo. Pasan los segundos y siento que realmente es la misma chica.
—¿Habrá salido del edificio?— dije en voz alta, apoyando las manos en la mesa.
—¡Qué estupidez!— dije furioso, dando un golpe que hizo resonar la taza de café con la cucharita —Sueño de mierda me está volviendo loco, mejor me voy a caminar.

Me pasé la tarde deambulando por vidrieras y galerías de negocios cerrados, tratando de olvidar el sueño. Cada vez que me distraía, me ardía el codo y caía nuevamente en las preguntas e hipótesis. 

Al volver a casa entrada la noche, antes de entrar, veo de nuevo a la chica entrando en la casa de la esquina, me mira y baja la cabeza. Ambos entramos a nuestras casas al mismo tiempo. La habré visto mil veces pero nunca la vi de verdad, nunca le presté atención. ¡Como a todo! 
Voy a mi habitación y me desplomo en la cama.
—Ya no sé si este sueño es una maldición o una bendición— me dije, aturdido, deseando que todo vuelva a ser como antes.

Me giro para quedar boca arriba y hago unos ejercicios de respiración. Poco a poco mis músculos se relajan: mis pies, mis brazos, mi torso, mis pómulos, mis ojos. Siento caer, como si mi mente cayera de mi cuerpo. 

Despierto renovado, tranquilo y sereno, todo el cuerpo sobre la cama en la misma posición que quede a la noche. No soñé nada. Por primera vez, no tuve ningún sueño. Y eso me alegró, me dió paz, confianza, ganas de salir al mundo. Pero esta vez, de verlo.

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