Desdobló el papel que está marcado con su nombre.
—Es su letra —dice y aprieta los ojos.
No hay culpa.
Tengo que escribir esto, no por culpa sino porque tenés que leerlo. Leerlo y quemarlo. Leerlo y abollarlo y tirarlo mientras me puteas y maldecís. Pero después tenés que entregarlo al fuego del olvido. No podés guardarlo. No, no podés.
Lo sostiene con ambas manos. No tiembla. La brisa fría se cuela por la puerta abierta.
El perro duerme en el fondo, o no se da cuenta de que llegó, porque no ladra.
Y tengo que escribirlo así. Para que sientas que te lo estoy diciendo tranquilo y en paz, como cuando hablamos a través de la puerta del baño mientras te bañas. Con ese tono de amistad que siempre hablamos, aunque nunca íbamos a ser amigos. Vos decías que sí lo seríamos, estabas segura de eso.
Mordiéndose los labios, se pasa la mano por el rostro, sintiendo inútil esa frase.
Sus ojos siguen bajando, lentos. La luz que llega de la puerta no alcanza y no importa.
Me contabas todo y yo te decía que no tenías que hacerlo, que no era tu amigo ni confidente. Me hablabas de tu pasado y yo solo quería tenerte en el presente. No solo para mí, para nosotros.
Da un respiro y traga los mocos que se acumulan en su nariz.
Duda de seguir, los ojos se le nublan con lágrimas. Con el puño de la campera, se limpia los ojos, la nariz y la boca.
Y no empiezo con un "Amor mío" porque si no, querrías guardarlo, lo sé. Y estas palabras están escritas para arder. Su destino es ser humo de recuerdos.
Se detiene. Aprieta sus ojos con fuerza y las lágrimas caen por su mejilla fría. La brisa las seca dejando un hilo opaco.
Mira el suelo, sigue la sombra estirada de sus pies que llega hasta él.
—¿Por qué? — dice sollozando.
Te escribo así para que veas que no me pasaba nada, que no hiciste nada malo. No me comió la rutina ni la desidia ni la melancolía. Mucho menos la melancolía, eso era tu fuerte, no el mío. No, no me comió nada más que yo mismo. ¡Me engullí, mastiqué y me escupí!
Tenía un sabor extraño, y ese sabor lo empecé a sentir en todos. Sí ¡Todos!
Levanta los ojos.
Un fuego la recorre y flexiona apenas sus dedos, apretando sus dientes. Se contiene para no abollar el papel todavía.
No quiere seguir. Sabe que todavía le queda mucho por leer.
Así pasó. Solo eso. No parece mucho, pero lo es. Cuando todo te sabe extraño, pasa algo muy raro: todo se va acumulando.
Al principio es llevadero, placentero te diría, lo extraño es asombroso: todo es visto de nuevo con otros ojos.
Luego lo extraño se vuelve extraño, como si hubiera un error que no podés ver. Y esos ojos dejan de renovar la vista, lo extraño se queda así: extraño.
El papel se le resbala. Queda inmóvil un momento, con las manos extendidas como si todavía sostuviera la carta.
Se sienta en el piso.
Y después ese error invisible se hace palpable, y solo hay una salida. La que tomé.
La carta tiembla ahora. O quizás es ella. O es un terremoto que sacude la tierra.
Su respiración también se agita temblorosa.
Por eso tenés que quemar esto. Todos los días tenés que bañarte y hablar conmigo como si estuviera detrás de la puerta escuchando sin responder y
Ella baja la mirada que despide lágrimas hacia el papel.
El silencio se espesa como si la habitación se tapara con nieve y algodón.
La brisa aumenta y mueve sus cabellos que se le pegan a sus mejillas mojadas.
Un sonido lejano atraviesa la noche: una sirena, baja, creciente, que responde a su llamado.
Él está ahí. Todavía está cerca, todavía puede tocarlo, hablarle.
Solo lo mira, como si pudiera decirle algo con el silencio, decirle que no pudo leerlo hasta el final, que no habrá fuego, no hoy.
Quiere gritarle que, quizás sus palabras nunca sean un bollo de papel en el fuego.
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