Librería cerrada

Llego a la esquina y el semáforo se pone verde. Una larga fila de vehículos continúa su peregrinaje; seguramente muchos vuelven a sus hogares, cansados de un día de trabajo. Consulto el reloj —faltan veinte minutos para las nueve de la noche—. Desganado, levanto la vista, deseando que el semáforo cambie al mirarlo. Los autos, las motos y las camionetas siguen circulando, uno tras otro, en un orden casi delimitado. La ciudad se prepara para su descanso nocturno; lentamente parece apagarse, como si contara los autos para dormir.

Recorro parte de la vereda de enfrente con la mirada: sus vidrieras iluminadas, sus árboles altos y frondosos, las fachadas de las casas y los negocios. Veo cruzar los autos frente a mí, con sus conductores ensimismados. Estáticos en movimiento. Yo, quieto en medio del fluir.

Dirijo nuevamente la vista hacia la esquina misma; noto que no está señalada. Me detengo a pensar dónde me encuentro: caminé apenas tres cuadras desde el boulevard de la avenida Mitre.

—Salta y Colón —digo en voz baja.
Una señora que acaba de pararse a mi lado me responde:
—¿Disculpe?
—Perdón, hablaba solo —digo, sonriendo.
La señora me observa con desaprobación en el rostro, aprieta la cartera contra sí y desvía la mirada sin acotar nada.

Sondeo el frente otra vez, ahora estirando el cuello, como si esta acción aumentara mi enfoque. Distingo que la librería "La Paz" sigue abierta, porque una chica sale del interior. No lleva nada en las manos. Me parece que va muy apurada: se cruza de vereda sin siquiera mirar a los lados. La sigo con la vista mientras se aleja; su cabeza se mueve levemente de un lado a otro, como si negara nerviosa, quizás también hablando sola.

El semáforo se pone en rojo. Un río de vehículos se detiene para dar curso a otro. Así estuvieron todo el día, y así seguirán por lo menos una hora más.

Prosigo mi camino rumbo a la librería. Parada no programada en busca de alguna oferta. Algunos títulos tentativos desfilan por mi cabeza, autores clásicos —los clásicos siempre están de oferta: Dickens, Víctor Hugo, Tolstói—. No lo digo en voz alta, porque la señora aún camina a mi lado, indiferente, todavía altiva. La miro sonriente, pero ella no me registra. Me cruzo de vereda. La saludo en voz baja para que no me oiga:

—Adiós señora, buenas noches —digo, acompañado con un ademán.

Llego a la librería. Veo mi reflejo en la puerta de cristal. Al asomarme al interior, no percibo a nadie. Trato de empujar la puerta y, para mi asombro, leo el gran cartel meciéndose que dice "Cerrado". Pienso en la chica que vi salir hace un momento.

Debajo, en una hoja de papel pegada al cristal con cinta, escrita con lápiz y apenas visible, leo:
"Cerrado por duelo."

Los libros pueden esperar —pienso, retomando mi rumbo—. La vida sigue.


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