Usos de la lengua [extendido]

“War is hell” lee Mino en voz baja, trazando con la yema de un dedo la inscripción en el casco de una mujer soldado. La fotografía está pegada con cinta de papel en la puerta que da al comedor. Se destaca entre pequeños carteles con frases en distintos idiomas y un póster ajado: personas en una azotea, o quizá un cuadrilátero, parecen mujeres boxeando.

—¿Qué onda la foto de la mina esa? —pregunta, rascándose la barba y detrás de la oreja—. Está buena, eh.

Talú, sentado en el sillón con las piernas estiradas, apenas levanta la vista del celular.

—Cosas que dejó mi hermana, che. ¡Tanta curiosidad! —responde seco, con un tono que no invita a preguntas.

—Ay, perdón, su majestad.

Mino retrocede un paso, se encoge de hombros mirando a Talú y prende un cigarrillo.
La habitación huele a tabaco rancio y mojado, mezclado con vapor de cerveza vieja, ropa sucia y humedad.

—Bueno... te decía, estaba con la hermana del Juz, la rubia. ¡No te imaginás! —Mino sonríe, recuperando la confianza en la conversación—. Entre “qué rico, sí, dame más, me encanta así, sí, sí”, me larga un “te amo”.

Talú suelta un bufido, mezcla de risa y asombro. Menea la cabeza y cierra los ojos. Deja el celular en la mesita de luz y mira fijo a Mino.

—¡Te descolocó! —responde.

—Nah, ¿qué decís? Le tiré un “dale, gracias” y seguí en lo mío —Mino lo dice con total naturalidad. Como algo que forma parte del día a día: palabras sin importancia en actos sin importancia.

La notificación de un mensaje interrumpe el clima. Mino se cruza de brazos.

—Pará que no te conté la mejor parte —dice.

Talú agarra el celular, lo desbloquea y levanta las cejas al mirar la pantalla.

—Hablando de Roma, me escribió Juz. Está viniendo.

—¿Para acá? —pregunta Mino, sorprendido.

—Y sí, loco, ¿dónde más?

—Me corta la historia, che. Parece psíquico.

—¡Qué tanto! Tus historias son todas la misma —Talú se levanta—. Vamos afuera, che. Hay un olor ya acá.

—Bueno, dale —dice Mino, atizando el cigarrillo. Las cenizas caen al piso.

—¡Qué porquería todo esto! Y vos, dejá de tirar las cenizas y colillas en cualquier lado, che, que después yo tengo que limpiar.

—Nos levantamos del lado izquierdo hoy, parece —dice Mino, y le hace una mueca sacando la lengua.

Están en la habitación del fondo. Salen al patio trasero y caminan hacia la derecha para atravesar el pasillo que conecta con la calle.
Es un pasillo estrecho y oscuro, de paredes altas. Las manchas de humedad que trepan por los ladrillos a la vista parecen el rastro de baba de un gusano gigante.
El piso es de tierra y siempre está pegajoso. No hay pasto, solo algunos ladrillos mal puestos donde se forma más lodo. Mino camina detrás de Talú.
A mitad del pasillo, Mino le patea las suelas de las zapatillas justo cuando Talú está dando un paso. Talú trastabilla. Mino se ríe tapándose la boca; es un juego que le encanta hacer.

—¡Pero qué tipo! —dice Talú, irritado, golpeando la zapatilla contra un ladrillo.

—No podés enojarte siempre, che.

Llegan al portón que da a la vereda.
Talú abre y, adelantándose unos pasos hacia el cordón, estira el cuello tratando de ver a Juz desde lejos, buscando alguna familiaridad en las siluetas que se divisan.

Mino se apoya contra la pared del vecino, saca un cigarrillo arrugado del bolsillo y lo prende con el filtro del que estaba fumando. Luego lanza la colilla hacia la calle con tanta potencia, que la brasa se separa del filtro en el aire.

—Te descolocó la rubia, ¿no? Decime la posta, che —dice Talú mirando la brasa que todavía humea. Sonríe, mientras golpea las zapatillas contra el cordón para sacarles el barro pegado.

—¿“Te amo”? ¿A mí? ¡Dale, gracias! —responde Mino, indignado. Luego exhala una bocanada de humo que parece no querer disiparse.

Talú suelta una risa breve, sacudiendo la cabeza, como descreído. Mira el barro en el cordón y da unos pasos hacia atrás en equilibrio.

—¿Te quedan cigarros? Dame uno, che —dice, extendiendo la mano y moviendo los dedos.

Mino, sin decir nada, saca del bolsillo su último cigarrillo, lo observa un instante y se lo pasa junto con el que tiene encendido.
Talú se recuesta en un árbol, enciende el suyo con el cigarrillo prendido y se lo devuelve.
Ambos fuman sin mirarse.

El silencio se afirma con la silueta de una mujer acercándose tras doblar la esquina.

Es Pola. Aparece bajo el reflejo del sol que pega en el ventanal del almacén de la esquina. Parece una ilusión que camina por la vereda.
Lleva una minifalda de jean ajustada, lentes oscuros y un pañuelo verde atado a la muñeca. Sus pasos son firmes, casi desafiantes. Avanza sin miramientos hacia donde ellos están. Ambos pitan y largan el humo a la vez.

Mino la observa atónito al reconocerla. Baja la mirada hasta sus pies y la recorre lentamente hacia arriba. Le dice a Talú, murmurando:

—Le besaría los pies con un “te amo”. —Su voz tiene un tono burlón, pero hay algo más en ella, como un intento de impresionarla sin hablarle. Como si ella pudiera leerle los labios sin mirarlo.

—¡Uh, el poeta! —dice Talú, mordiéndose el labio para contener la risa.

Pola se detiene justo frente a ellos. Posa su mirada, primero en Mino, luego en Talú; es como un disparo de desaprobación fulminante.

—Siempre los mismos machirulos —dice, chasquea la lengua y sigue caminando.
Deja detrás una estela de perfume floral que se mezcla con el humo de los cigarrillos expectantes.

El silencio se hace pesado e incómodo ahora para estos amigos. Solo se oye el viento en las hojas del árbol y los pasos de Pola que se aleja.
Talú se rasca la nuca y Mino intenta romper la tensión con una risa fingida.
Ambos escucharon perfectamente a Pola. Ninguno se animó a contestarle.

Tras un momento, Mino, sin poder contenerse, dice:

—Macanuda, ¿no?

—Y es así… es... la hermana que me tocó —dice Talú en voz baja, con un gesto que corta cualquier comentario.

—Sí, hermosa. Diosa —dice Mino.

—Bueno —responde Talú, alzando la voz. Incómodo y molesto.

En la esquina, Juz aparece caminando por el medio de la calle, como siempre.
Lleva su clásica campera deportiva gastada y un cigarrillo apagado en la mano.
Levanta un brazo para llamar la atención de los chicos y Talú le responde con un gesto rápido.

—Che, ¿y si le decimos a Pola que salga con nosotros esta noche? —dice Mino, y haciendo un gesto como de arquero, agrega—: se lanza la flecha, como si fuera un desafío medieval para ganar a la princesa.

—¿Qué onda con vos, loco? —dice Talú haciéndole gestos con una mano, mirándolo serio.

—Dale, hermano. ¿No querés ser poeta, mi hermano? Dale, che, relajate. Si total, un “te amo” más, un “te amo” menos, ¿qué importa?

Mino sonríe, pero su sonrisa no logra suavizar el ambiente. La picardía no cumple su cometido.
Talú mira el cigarrillo que lleva por la mitad, mira a Mino, vuelve al cigarrillo y observa cómo sube y se bifurca el humo.
Asqueado, lanza el cigarrillo a la calle.

Juz se detiene un momento, mete una mano en el bolsillo y saca un encendedor para prender el cigarrillo. Al levantar la mirada, ve a Pola que se cruza a la otra vereda. “Me está evitando”, piensa, pero igual la saluda con un movimiento de la cabeza, al que ella no responde.

—¿Y aquella qué onda? —pregunta Juz cuando llega hasta los chicos.

—Nada, como siempre. Mi hermana —dice Talú y le hace gestos con las cejas, apretando los labios para evitar más cuestionamientos.

—¡Qué mina! —dice Mino.

—No como la rubia —responde Talú.

Los tres quedan en silencio: Talú fuma la última pitada y se agacha para apagar la colilla en el cordón; Mino sigue los pasos de Pola, fantaseando con la noche que le espera; Juz piensa en ponerse al tanto de “la rubia” esa que menciona Talú.
De casualidad, todos miran hacia el mismo lado, viendo a Pola desaparecer al doblar la tercera esquina.
Flota en el aire la sensación de que todo lo que queda por decir, no es más que humo.

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