Diente de carpincho

El sol bajaba detrás del descampado y la sombra del galpón de don Pepe se estiraba como una lengua negra sobre el pasto seco del potrero. Me acuerdo del olor a humo de la basura que quemaba a diario don Pepe, del ruido de los teros que parecían vigilar el campito del otro lado, y de la camisa de mi primo, toda arrugada y sucia, con una mancha de grasa que se traspasaba en el bolsillo. Estábamos sentados bajo el jacarandá.
—Mirá lo que te guardé. Tenés que lavarlo bien, ¿eh? —dijo, mirándome fijo y apuntándome con el dedo, como si me estuviera dando una orden estricta.
—¡Qué maestro! —dije, con las dos manos abiertas, esperando que me diera el diente del carpincho que él había cazado la noche anterior.
—Ni se te ocurra lavarlo con lavandina, ¿eh? Jabón como mucho nomás. Por el esmalte —agregó, y con una sonrisa pícara, amagó con guardarse de nuevo el diente en el bolsillo de la camisa, una jugada que hacía con regularidad.
—Pero sí, che —dije, aguantando la risa—. Tampoco nací ayer. Ya voy a sacar uno yo, vas a ver. Esta vez no me llevaron, pero capaz la próxima pueda ir. Esta mañana me dijo mi viejo. ¿Dijo algo tu viejo de cuándo van de nuevo?
—Recién volvimos, pibe, ¡qué sé yo cuándo salimos otra vez! Capaz el mes que viene, la semana que viene, el año que viene —su risa incrementó con cada giro que hacían sus manos, como marcando el paso del tiempo—. Creo que la otra semana es finde largo, capaz aprovechan ahí. Aunque trajimos dos carpinchos grandes, no creo que sea dentro de poco, che.
—Bueno, mi viejo siempre me sale con lo mismo también. Por una cosa o por otra, nunca me lleva con ustedes. Tu viejo es un capo, siempre te lleva a vos —dije, jugando con el diente entre mis dedos, imaginando que yo mismo había cazado al bicho y arrancado el diente de su mandíbula.
—Eso pensás vos.
El ocaso en diciembre siempre dura alrededor de media hora, pero en mi recuerdo estuvimos hablando de la caza mucho más tiempo. Creo que en la memoria el tiempo es otro, las personas son otras y hasta uno mismo quizá también es otro. Por eso, nunca se debe confiar mucho en lo que se recuerda, y menos cuando se vuelve a lo que se recuerda, sean lugares o personas. Cuando la distancia es doble —de tiempo y espacio— el recuerdo no sirve de mucho. Es mejor tenerlo para uno nada más, lo más que se pueda.

En ese momento no sabíamos nada. Éramos unos pichones, como nos decía don Pepe. “Vos todavía sos un pichón, pibe.” De él nos apropiamos el “pibe” que siempre nos decíamos remedando el tono de don Pepe. Despreocupados, pasábamos los días nadando sobre la frase “tenemos toda la vida por delante”. Nos gustaba vagar por el campito detrás del galpón de don Pepe, como si estuviéramos perdidos en algún cuento de Hemingway, pero con pistolas de madera y cascos de lana.
Éramos un dúo en todo; aunque en las cacerías no, el resto del tiempo sí. Éramos primos, pero también amigos, hermanos.
Los dos íbamos a la escuela de mañana, así que teníamos toda la siesta para nosotros. Vivíamos a dos cuadras de distancia, pero parecía que vivíamos juntos; eso era lo que nos decía siempre todo el mundo.
Yo terminaba de almorzar y me iba al campito. A veces llegaba y lo esperaba sentado contra el jacarandá de la vereda, y otras mi primo me recibía con cáscaras de mandarina que me tiraba desde arriba del árbol. No siempre eran cáscaras de mandarina, podía ser cualquier otra cosa que llevara o encontrara, pero siempre se escondía para recibirme tirándome algo. Era fanático de los juegos de guerra y esas cosas.
Me acuerdo de ese fin de semana largo. Rompimos los focos del alumbrado de seis cuadras, y mi primo me ayudó a hacerle el agujero al diente para ponerle un tiento.
—¿Te lo vas a colgar o es para llavero? —me dijo mi primo.
—Lo voy a guardar hasta que tenga mis llaves. No voy a andar con semejante diente en el cuello —dije, soplando en el agujero del diente y volviendo a pasarle la lija fina por los bordes.
—¿Y cuando mates un carpincho vos, qué vas a hacer? ¿Embalsamarlo? —dijo riendo, tapándose los ojos con la mano y mordiéndose los labios. Después agregó—: ¡Qué pibe!
—¿Por qué no le decís a tu viejo que hable con mi viejo así me lleva de una vez? ¡Vos, pibe! —le dije, dándole un golpe en el costado y amenazándolo con la punta del diente.
—Mi viejo me va a mandar a cagar si le digo algo, ya te dije —dijo, y se recostó en el tronco del jacarandá. Sus ojos se perdieron en el cielo por un momento. Luego de tragar saliva, prosiguió, cruzándose de brazos—: Tampoco que te perdieras de la gran cosa, ¿eh? ¿Vamos a pescar mañana al arroyito?
—Bueno, dale. Pero llevá unas líneas con anzuelos más grandes, che, que sino sacamos puros bagrecitos, pibe.
—Bueeeno, pibe —ambos nos echamos a reír. Luego él se quedó mirando el cielo de nuevo, y yo me puse a lijar bien el diente. Los dos en silencio.

En ese momento no noté cómo se le movían los pensamientos; en mi primo era común colgarse en silencio, en cualquier lugar. Yo solo quería ir a cazar con ellos. Nunca me había parado a pensar en qué hacían exactamente cuando se iban. Él nunca me contó nada a fondo, solo momentos por arriba: se hablaba de los disparos y cuando ya tenían a los bichos muertos, pero nunca de los intervalos entre una cosa y otra.
Ir a cazar y pescar era algo de un fin de semana entero, o algún feriado que habilite más de dos días para pasar en el campo. Con mi primo, su viejo y mi viejo, siempre iba algún otro tipo o dos, que también llevaban a sus hijos. Para mí, era lo único que yo podía compartir con mi viejo. Compartir como padre e hijo. Mi viejo me llevaba a pescar alguna que otra vez, con mi hermano o también con mi vieja, pero yo quería ir a esas salidas de caza que nunca tuve oportunidad de vivir.
Siempre le decía eso a mi primo, pero nunca a mi viejo. Y él me decía que lo encare, que mi viejo seguro aflojaba. Y si no, que me deje de joder con ir a cazar, que igual siempre podía ir a pescar con él al arroyo. Yo le reprochaba que a él su viejo sí lo llevaba, y por eso él no me entendía.
Nunca pensé que iba a terminar así. ¿Quién pensaría una cosa así? Estoy seguro que nadie. Con lo que a él le gustaba todo lo que tuviera que ver con el campo: Cazar, pescar, acampar, todo. Me acuerdo del tatuaje que se hizo por aquella época: “Flora y Fauna”, con un fileteado de verbenas. Siempre andaba con una pierna de la bombacha de campo remangada para mostrarlo.
Éramos unos chicos mansos, unos verdaderos pichones. Como mucho, fumábamos unos cigarrillos que él le robaba a su viejo, o tomábamos vino con agua cuando se comía el carpincho después de la caza. Siempre vino con agua, porque la soda era para los viejos.
Sabíamos que de los cigarrillos su viejo se hacía el desentendido, y que tampoco le contó nada a mi viejo, porque a mí nunca me dijo nada. Era prácticamente imposible que no se diera cuenta de que le faltaban cigarrillos, pero para nosotros era toda una hazaña, como si hiciéramos un truco de magia.
Una tarde, me acuerdo que estábamos afilando la hoja de una cuchilla que encontramos tirada en el campito, le faltaba la madera del mango. Estábamos muy concentrados en eso. Nos la pasabamos para darle contra la piedra un rato cada uno, así la terminaríamos en esa tarde.
—Mi viejo me dice a veces que soy un perro de caza. Que si quiere me manda a dormir afuera, que en su tiempo… bueno, en sus tiempos, ¡sus tiempos! parece que vivió la guerra o la gran depresión, no sé— apretó tanto la hoja contra la piedra que resbaló y se clavó en la tierra. Me sorprendió, porque sabía afilar muy bien. Lo miré frunciendo el ceño, pero no dije nada.
Sin mirarme, limpio la hoja contra su muslo. chasqueando la lengua, como dudando en hablar, hasta que siguió.
—y que vos…— dijo, mirándome con unos ojos profundos. Solo un instante, apartando la vista y volviendo a pasar la hoja por la piedra lentamente. Creo que fue la primera vez que me quería hablar en serio.
—¿Qué?— dije simplemente, sin poder entender siquiera cómo había salido esa pregunta de mi boca.
—Ni para perro servis— dijo bajando la voz, como si no quisiera repetir esas palabras. Luego agregó con tono afable, meneando la cabeza —Los viejos son los viejos, no hay nada que hacerle. ¿Cómo quedó ese diente, pibe?
—Tengo un pedazo de lapacho para el mango— dije, mirando como se destacaba el filo de la hoja herrumbrada. 
Habría pasado un año más o menos desde ese día. Yo tendría unos 14 o 15 años, y nos mudamos a la otra punta del pueblo. Aunque ahora que lo pienso, eran como 30 cuadras. No era tan lejos en realidad, pero alcanzó para que nos empezáramos a distanciar.
Ya no vivíamos a dos cuadras ni parecía que viviéramos juntos. El dúo ya no pasaba las siestas en el campito ni bajo el jacarandá. Y yo, sin ir a las salidas de caza, me distancié más. Por envidia o bronca, hoy ya no sé por qué.

Así se nos pasaron los años. Después de terminar el secundario, me vine a la capital a estudiar. Ahí perdimos ya todo contacto. Volvía al pueblo una vez al año a visitar a mi vieja, y pasaba dos o tres días ahí en su casa nada más. No tenía interés en visitar a nadie más. Tampoco tenía muchos amigos que visitar. Ya me había convertido en un chico de ciudad, como me decía mi viejo.
Con mi viejo la relación siempre se mantuvo fría, quizás porque nunca me incluyó en las salidas, o porque tampoco tuvimos otra cosa que hacer entre padre e hijo, algo que nos uniera.
Pasaron unos años. Creo que yo me estaba por recibir de Maestro, porque fue la primera vez que mi vieja me visitaba en la capital. Ni bien bajó del micro me dijo que mi primo y mi tío se pelearon feo en una salida, no sabía bien por qué. Según mi vieja, a la vuelta de la caza, mi tío lo echó a mi primo y nadie sabía dónde fue a parar. Ella no entendía por qué, y se lamentaba ¿qué había pasado para tanto escándalo como para echarlo? Pero mi tío nunca dió explicaciones.
Nadie supo más nada y, como es en el pueblo, nadie preguntó más nada. Se había ido del pueblo a quién sabe dónde, porque a la capital no fue, o a mí no me contactó. Pasado un tiempo, la costumbre ganó y todo el mundo volvió a la normalidad. La vida sigue y eso.
Yo tampoco pregunté nada, y lo último que supe de él fue lo que me contó mi vieja esa vez. Simplemente me dije que había escapado y buscado otra cosa, otra vida. Y yo seguí como todos los demás.
Hasta ahora. Que estamos todos reunidos para despedir sus restos. 
Todos nos sorprendimos de que lo encontrara la policía, ahogado, con lo que le gustaba pescar, cazar, ¡el campo!. Sorprendidos como si lo hubiésemos visto siempre, como si nada hubiera cambiado nunca.
Lo encontraron en la estancia de don Jacinto, en el pajonal cerca del arroyo donde iban siempre a cazar. Donde yo nunca fui. ¿Qué hacía ahí? ¿Por qué estaba ahí? ¿Dónde estuvo todo este tiempo? ¿Estaba solo? Me hubiese gustado preguntarle por qué no me buscó cuando se peleó con mi tío, por qué no me buscó en todo este tiempo. Aunque yo tampoco lo hice… al parecer nadie lo hizo.
La noticia me desconcertó totalmente. Me dejó como bobo, como si anduviera en piloto automático. Todo el alrededor me parece una película barata.
Volví, pero el pueblo no es el mismo: las calles más angostas, el galpón de don Pepe parece una casucha abandonada, el potrero y el campito ya no están y hay un supermercado… como tampoco está mi primo, ni siquiera el jacarandá en la vereda.

Mientras bajan el cajón, aprieto el diente del carpincho en mi mano. La punta me pincha la palma. Dudo si tirarlo con un puñado de tierra o guardarlo de nuevo en la cajita de cartón del ropero. No lo tengo en mis llaves porque el ojal se rompió y se le salió el tiento hace mucho. Creo que por eso lo traje, para ofrecérselo, que se lo lleve con él. Puede ser lo mejor. Pero ahora que lo pienso de nuevo, después... ¿de dónde saco los recuerdos?

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