Mi Yapeyú
Por Ameghino, casi López Torres, justo enfrente del Clínico Posadas, está la subagencia de quiniela 107, donde Ginebra trabaja desde hace un año.
Había llegado de Yapeyú para estudiar la Licenciatura en Genética ni bien terminó el secundario. Se instaló en una pensión para estudiantes, y al mes de llegar ya había conseguido trabajo en esa pequeña quiniela.
Trabaja de lunes a viernes, solo por la tarde, porque por la mañana y los sábados se ocupa doña Carmencita, la dueña.
Carmencita es una vieja conocida de su madrina Teresa. Ginebra no lo sabía hasta que la conoció charlando en la fila del supermercado Cali. “Yo tengo una amiga en Yapeyú” le había dicho Carmencita, y resultó ser la madrina de Ginebra. Un poco por eso le ofreció hacer ese medio turno, y otro poco porque quería tomarse las tardes para salir a caminar por la costanera, recorrer con detalle el nuevo mural, declarado "el más grande del mundo”.
Es un barrio muy tranquilo, con vecinos que se conocen desde hace años, incluso décadas. Algunos le decían a Ginebra que la quiniela se encuentra en El Palomar; otros, que ese barrio no llega hasta ahí, que corta en la avenida del Vicario. Podían pasarse horas discutiendo la historia de Posadas y sus barrios antes de jugar, o hasta que algún entrante preguntaba de dónde venía ella.
Al nombrar "Yapeyú", la curiosidad afloraba y la conversación se volcaba inmediatamente en la tierra natal del Libertador y sus virtudes. Ginebra no comprendía la idolatría y cómo doña Josefa sabía tanto de la vida de San Martín. Ella vivió toda su vida sin preguntarse tantas cosas sobre su pueblo.
Así conoció a Don Calu, uno de los visitantes más frecuentes. Pasa casi todas las tardes después de las seis y le convida con algo que haya comprado en la panadería de los Altamirano. Muy pocas veces juega, pero igualmente pasa "a saludar a mi Yapeyú". Es un hombre maduro, con más de cincuenta años, profesor de educación física que ya no ejerce. Eso la intrigaba, pero no sé animaba a preguntarle porque no era más profesor. Él había dejado el tema ahí, seco, cuando le comentó su profesión.
Siempre llega con unos papeles doblados bajo el brazo, llevando una boina beige y alguna historia nueva que escuchó de "la calle", como si la calle fuera una muy buena amiga suya. A Ginebra le causa gracia cómo exagera los detalles, cómo gesticula y se toma su tiempo para cada pausa. A veces se detiene un segundo más de la cuenta mirándola, o le quiere pasar la mano por el pelo. Le recuerda a su tío Marcos, tan despistado que su padre siempre lo regañaba. Ginebra atribuye estas situaciones a alguna manía de adulto mayor. No le preocupa.
Le deja un par de chipás o un bollo con membrillo, siempre alguna cosa para el mate. De vez en cuando acepta tomar uno, uno solo, porque él "solo pasa a saludar". Sus visitas siempre son ligeras.
Hoy ya es parte de la rutina: entra levantando la mano en alto como si fuera una bandera o una disculpa, y diciendo:
—¿Cómo viene hoy la ciencia, mi Yapeyú?
Ginebra sonríe, algo incómoda por esa afirmación de posesión, pero amablemente contesta:
—Bien, don Calu, pero no tan bien como La Poceada.
Ambos ríen y don Calu hace alguna jugada o deja sus historias y convites.
De alguna manera, los jugadores de quiniela fueron haciéndose su mayor compañía. Ella, en una escucha pasiva: oía hablar de escuelas rurales, del Uruguay en canoa, del perro que murió el mismo día que su padre. Anécdotas que caían como hojas de un cedro. Don Calu, doña Josefa y Aída, don Benito y su mujer que solo se queda en la puerta, entre otros vecinos, moldean su nuevo mundo. Tan diferente a ese Yapeyú del que deseaba escapar cuando terminaba la secundaria.
Los viernes, después de cerrar, pasaba a cenar a la casa de Carmencita, que queda a dos cuadras, frente a la plaza Urquiza. Una casita humilde pero bien cuidada, inconfundible porque está entre una casa enorme estilo colonial, y otra enorme estilo minimalista.
Cada viernes, al llegar, recordaba lo que le había dicho su madre: “Las casas son como los perros, son iguales a sus dueños”.
Carmencita, al comentarle Ginebra las reiteradas visitas de don Calu y sus historias, le dijo:
—Seguro te quiere conquistar; los hombres son todos iguales, quieren eso nada más. Vos fijate querida.
Pero a Ginebra no le molestaba; ella lo veía más como un padre, un familiar. Quizás un poco protector. Aunque algo distraído de momentos.
Sabía que Carmencita tenía comentarios y juicios para todos sus clientes, amigos, familiares y hasta la gente que veía en la plaza los viernes a la noche, cuando se sentaban afuera después de cenar. Eso la apenaba un poco, pero lo tomaba como gajes de la vejez.
“Quizás yo sea igual algún día”, pensaba.
Un viernes, después de abrir la quiniela, estaba leyendo unos apuntes de la facultad cuando un chico entró de golpe y preguntó por la parada del 02. Ginebra se asustó en un principio; la sorpresa la paralizó. Nadie nunca entró con tanto ímpetu. Luego le indicó dónde estaba, mientras el chico miraba el local como impresionado.
—¡Qué bueno el cartel de los sueños! —le dijo, y se fue.
“Ni gracias” pensó Ginebra viéndolo irse. Miró sus apuntes, y luego le pareció raro que el chico busque la parada por esos lados. Pero siguió con su lectura.
Antes de las seis, se dispuso a preparar un mate para la pronta llegada de don Calu. Estaba segura de que hoy traía algunas tortitas negras, de las que tanto habló en la semana. “Las mejores de Posadas”, había dicho una y otra vez en contrariedad de Doña Aída que defendía a las de Milton Altamirano.
A las seis y cuarto, hizo su aparición don Calu: con tres tortitas en una mano y un bombón en la otra.
Al ver el rostro de don Calu, Ginebra se ruborizó, se disculpó por si él había interpretado alguna cosa, que ella no intentó nada; se moría de la vergüenza y no lo aceptó.
Él quedó callado, como no lo había visto antes; se apoyó en la puerta y solo se escuchó el tintinear de las llaves. Luego de un momento, se sonrojó y le dijo:
—No, nena, quedate tranquila, shh.. tomá comé el bombón, ¿querés?
Dejó todo sobre el mostrador y se fue con el mismo paso de siempre. Ginebra no pudo pronunciar palabra, lo vio irse un poco angustiada por la situación.
La semana siguiente, don Calu pasó igual que siempre, como si no hubiera pasado nada. Con bizcochos, galletitas y hasta le llevó facturas el jueves. Volvía con sus mismas historias y comentarios de la inquieta vida posadeña.
Ginebra pensó que no tendría que haberle dicho nada, que seguro fue cosa de su imaginación, y se sintió mal por el pobre hombre que tan bien la trataba.
El viernes, cuando cenaba en casa de Carmencita, no se animó a comentarle lo sucedido por miedo a que ella le dijera algo a don Calu o, peor aún, que la dejara sin trabajo. La excusa del mural había quedado implícita, aunque Carmencita se había buscado ya otras excusas, acostumbrada a tener las tardes libres. Ginebra se dispersaba en sus pensamientos mirando la gente de la plaza.
—¿Encontraste tu llavero nena? —le dijo Carmencita, cortando esas divagaciones —que raro che, capaz no hay que dejar mas las llaves en la puerta.
—No, capaz se cortó la cadenita, y alguien lo levantó. No importa, ya está.
—Pero era un regalo de tu padre.
El asunto apenó a Carmencita durante toda la semana. Siempre había sido propensa a guardar recuerdos como si fueran talismanes, sobre todo cuando venían de la familia.
—Bueno… te quería pedir un favor, ¡un enorme favor!
Ginebra la miró con asombro, nunca había escuchado ese tono de súplica en Carmencita, debía ser un favor importante.
—Pero si carmencita, decime
—Si podrías cubrir los dos turnos de mañana sábado. Un pretendiente, de lo mejor que me pasó en la vida, me invitó a última hora a pasar el fin de semana en Iguazú.
—¡Pero qué bueno! felicitaciones Carmencita, claro que voy mañana, vaya y disfrute que se lo merece.
Carmencita rebosaba de alegría, como si hubiera sacado la quiniela. Ginebra aceptó sin rodeos. Carmencita le prometió un aumento el próximo mes, a considerar el monto.
Al otro día a las ocho en punto estaba abriendo la subagencia. Mientras ordenaba boletas, Ginebra buscó su llaverito de sable curvo por si estaba en los cajones. No estaba. “Definitivamente se perdió", pensó. Recordó que, cuando don Calu llevó las tortitas y el bombón días atrás, se escuchó el tintinear de las llaves. “Que absurda, podre don Calu”, pensó, y abandonó la búsqueda.
La mañana ya tenía cerradas todas las nubes que divisaron la noche anterior. Antes del mediodía se largó la lluvia. Un aguacero copioso que continuó hasta la tarde, cuando fue a abrir nuevamente. Prometía ser una tarde tranquila como la mañana.
“Tiempo de sobra para ponerse al día con Biofísica”, pensó mientras colgaba el piloto, y dejaba el paraguas en el tacho.
Sobre el mostrador encontró un papel con números ilegibles: "7-8-5 en provincia" no entendió. Marcó a Carmencita. Tres tonos. Buzón. "Debe estar en el séptimo cielo", se dijo y arrugó el papel. Afuera, la lluvia golpeaba como piedras la ventana.
Se distraía mirando las gotas que caían del piloto colgado en la manija de la ventana, cuando entró de repente un chico.
—¿Qué salió en la matutina? —dijo. Su voz temblaba un poco, las palabras parecían empujar una a la otra para salir.
—Hola, ¿cómo estás? —dijo Ginebra, tranquila, sin mirarlo.
El chico miró la puerta, el techo, y fijó los ojos en Ginebra. Ella, al ver esos movimientos, recordó al chico del colectivo: debía ser el mismo. Cuando estaba por hablar, el chico cerró la puerta con las llaves que estaban puestas. Ginebra se congeló. El cuerpo de pronto no le respondía. Algo caliente la recorría.
El chico se acercó vacilante.
—¿Dónde tenés la guita? —dijo, con tono nervioso y demandante.
—No tengo nada —dijo Ginebra.
—¡Cómo no vas a tener! Correte de ahí.
Empujándola contra la pared le arrancó la bufanda que tenía sobre los hombros. El chico rajó la bufanda a la mitad y le ató las manos con tanta fuerza que Ginebra lanzó un grito.
—¡Quedate quieta que no te va a pasar nada! No grites, la puta madre. Cerrá la boca, que si no te meto un trapo te meto un tiro, vos elegís.
Ginebra quedó muda con los ojos cerrados. Con la otra mitad de la bufanda el chico le ató los pies por sobre los tobillos.
Ginebra sentía cómo le temblaban las manos y las gotas que caían como si estuviera sudando muchísimo. Cuando abría los ojos, no podía verle la cara, un poco por la capucha y otro por el miedo. Volvía a cerrarlos con fuerza. Pensaba en Carmencita “No hay que dejar las llaves en la puerta”.
Después de cerrar las cortinas de la ventana, el chico revisó todo sin cuidado, tirando todo al aire. La caja no tenía más de diez mil pesos. Enojado, volvió donde estaba Ginebra, la tomó del brazo y la giró boca abajo.
Ginebra lanzó un contenido quejido. En ese momento, los pensamientos le atascaron la razón. Sentía un terror aplastante, como si cualquier cosa pudiera pasarle; lo peor estaba al borde de suceder. ¿Cómo pasó esto? ¿Por qué justo a ella? Es una quiniela de barrio que no tenía nada. ¿Por qué querían robarle?
El chico le revisó los bolsillos con desesperación, metiéndole la mano con descaro en el pantalón y la campera. Estaba atolondrado y confundido, como si fuera la primera vez que hacía una cosa así. Le puso un trapo en la boca. Ginebra no dejaba de temblar y su respiración se agitaba entrecortada, como la de una niña que ha llorado sin parar. Le acometió un hipo incontenible. El chico se asustó. Pensó que le estaba por dar un ataque o algo así. La dejó contra la pared y se fue dejando la puerta semiabierta.
—¡Quedate ahí! —dijo antes de escapar.
En un segundo, estaba sola. Sola y aterrada, atada y con un trapo sucio en la boca que no podía escupir.
La tensión acumulada seguía haciéndola temblar. Sus pensamientos no hilaban, no conseguía reaccionar a lo sucedido. Hasta que pensó: “por suerte no me hizo nada, estoy sana y salva. En cualquier momento llega alguien.” Confiada de que algún cliente habitual la desataría y llamaría a la policía, se empezó a tranquilizar un poco.
En ese momento —no sabía cuánto tiempo había transcurrido— escuchó que la puerta se abría, y luego que cerraban con llave.
El corazón le empezó a latir cada vez más fuerte. Lo sentía hincarse con cada inhalación y cada paso que escuchaba acercarse. Los pasos eran lentos, firmes.
Ella estaba nuevamente atónita. El fuego la recorría ahora más ardiente y más inmovilizador. Solo pensaba: “que termine todo de una vez por todas”.
Vio a don Calu asomarse por sobre el mostrador.
Al instante, un alivio la recorrió; se sintió salvada. Sus músculos se aflojaron con un gran suspiro. Le acometieron ganas de llorar. La pesadilla había terminado. No sabría cómo agradecer a don Calu su infaltable visita, aún con esta lluvia torrencial.
Don Calu se pasó al otro lado. Llevaba un sobretodo que nunca le había visto puesto; tenía un brillo en los ojos que nunca la habían mirado, y una mueca en la boca que parecía contener una espuma que se desbordaba por la comisura.
—Pobrecita, mi Yapeyú, ¿qué pasó, mi reina hermosa? —dijo, acercándose, pasándole una mano por el pelo mojado, bajando hasta la cintura—. Shhh, tranquila, corazón... Vos tranquila que ya estoy acá.
Ginebra estaba en shock. No entendía nada. Su respiración era tensa y controlada. Los dedos fríos de don Calu le erizaban la piel. Sus dedos arrugados por el agua, unos dedos incisivos que la acariciaban lento. Sus nuevos ojos la atormentaban.
Preguntas vagas pasaron por su mente: ¿por qué no la desataba?, ¿por qué la consolaba de esa forma?, ¿por qué había cerrado con llave?
—Desde que te vi, no pensaba en otra cosa que en este momento —dijo don Calu.
Tenía la cara roja y la voz rasposa, se pasaba la lengua por los labios como saboreando. Se sacó el sobretodo. El llavero saltó del bolsillo y cayó en el suelo con un ruido seco que se perdió con la lluvia torrencial. "Realmente fue él" pensó Ginebra. Se retorció para alcanzar el llavero. Don Calu no se percató, se acomodaba la boina mirando como se retorcía Ginebra, sonreía como abstraído en su perversión.
Ginebra lo miró luego de tomar el llavero con sus manos, no lo reconoció. Don Calu, parecía gozar de su desesperación.
Cortó la bufanda con movimientos sutiles, conteniendo la respiración. Su mente se refugió en preguntas inútiles mientras deseaba que don Calu desapareciera. ¿Quién es? ¿dónde vive? ¿Por qué le hacía ésto a ella?
La punta del sable se hincó su palma cortando sus cavilaciones. Dio un grito contenido por el trapo. Don Calu sonreía meditadamente.
—Shh... Quietecita mi yapeyú, no tengas miedo —dijo don Calu, volviendo en sí. Fijando la mirada en los ojos de Ginebra.
Ginebra se estremeció, dudaba de lo que tenía que hacer. Pensaba en don Calu de antes y en el de ahora. No lo entendía.
Otro calor comenzó a recorrerla, una movilización, un fuego vigoroso, reaccionario. Rabia, traición, venganza.
Don Calu se acercó lentamente. Ginebra contenida, apretaba el llavero.
Don Calu se agachó y le sacó el trapo de la boca de un tirón.
—¡Ahhh! —gritó Ginebra, y se lanzó sobre don Calu.
Su mano armada del sable empujó ese cuerpo húmedo con fuerza. Giraron en el suelo mojado. Don Calu intentó tomarla del cuello. Ginebra mecánicamente sacudía su mano con el sable dando tajos y puñaladas. Don Calu daba golpes a una Ginebra desaforada.
Con sus últimas fuerzas Ginebra le incrustó el llavero en el rostro, y empujó a don Calu con los pies que se liberaron de la bufanda en la pelea.
Él se aflojó. La sangre empapó sus cabellos. Sus movimientos eran lentos de nuevo, pero sin coordinar. Manotazos como en busca de aire. Arcadas ahogadas.
Ginebra rompió en llanto. Se levantó y se acercó a don Calu que yacía con el llavero en el ojo derecho. La sangre le brotaba por todo el rostro. Sus movimientos se redujeron a espasmos.
Se tapó la boca con la mano conteniendo un grito de horror. Fue hacia la puerta, giró la llave y salió.
Afuera la lluvia fría la recibió jadeante; lavando sus manos, su rostro, sus lágrimas, su cuerpo. Poco a poco ese fuego se apagó. Ginebra cayó rendida al barro. Enfrente, el guardia del clínico Posadas dormía en una silla, bajo el cartel “Seguridad 24h”.
Comentarios
Publicar un comentario