Transeúnte
Era un día gris. Gris opaco, gris desaliñado, desalentador, ordinario. En sí, un día como cualquier otro.
Eran las cinco de la tarde y parecía que ya caía la noche. Las sombras comenzaban a destacarse. Los focos del alumbrado público se prendían y apagaban como si dudaran.
Él temblaba. El aire le entraba frío por la nariz y por los agujeros del pantalón. Se frotaba las manos y las llevaba a su boca para que recibieran su aliento tibio, al que sucedía una tos seca.
A cada instante le parecía que se desataría la peor tormenta, pero al parecer algo la detenía, la apagaba antes de estallar. El cielo estaba todo oscuro, cubierto completamente por una inmensa nube inmóvil.
Irónicamente, no se escuchó un solo trueno desde el mediodía. Todo el ruido de la esquina eran: autos, motos y ladridos de un perro que, desde el balcón de un primer piso, asustaba a todo transeúnte desprevenido. A él ya no le ladraba.
Él se reía cada vez que veía a alguien aproximarse; sabía lo que iba a pasar. A menos que fuera una mujer.
—Ellas lo intuyen todo —decía entonces, recordando y parafraseando a su difunta abuela.
Entonces bajaba la cabeza, esperando ver los zapatos o zapatillas que cruzaban frente a él, acompasados.
El perro igual las asustaba, pero él solo se sonrojaba mirando hacia otro lado, chasqueando la lengua.
—Hoy sí que no hay suerte —murmuró, cuando sintió la primera gota. Estaba esperanzado en que la lluvia llegara avanzada la noche, cuando él estuviera al resguardo en la estación.
Tanteó sus bolsillos.
—Qué ironía: ahora serás un viejo seco... y mojado —dijo con su voz aguda.
—Ahora serviría muy bien ese paraguas roto del otro día —agregó con su voz grave.
Sus monólogos eran a dos voces: la suya propia, naturalmente grave y un poco gastada, y otra más fina, aguda y suave, como si su conciencia tomara forma de alguien que lo acompañase siempre. Para él, su esposa.
Solo tres gotas más tocaron su rostro. El diluvio no se desató.
—Bah, habrá sido uno de esos pájaros atrevidos, ¿no? —comentó con voz grave, mirando la copa del árbol donde estaba recostado.
—No veo ningún pajarraco —dijo con voz aguda, estirando el cuello, buscando entre las ramas y hojas algún movimiento.
—¿Habrá sido ese perro ladrante?
—¿Desde el otro edificio?
—¿Me parece probable?
—Me parece bastante probable.
Se rascó la barba un momento en silencio.
—Entonces, declaro que está decidido: voy a buscar una piedra —dijo con voz grave.
—Totalmente. Si la suerte no cambia, ¡la cambiamos!
Hablaba así consigo mismo cuando se le ocurría alguna travesura, como cuando era chico, a veces recordaba que su abuela le decía:
—Vas a terminar loco temprano si seguís así, nene.
Él siempre lo hacía para darse ánimos o para reprenderse, aunque esa amonestación pasaba muy poco.
Se incorporó. Paseó su mirada por la calle, pero no dió con ninguna piedra. Buscó un poco más lejos con la mirada, achicando los ojos para fijar su objetivo. Nada. Solo papeles de caramelos o de alfajores, y las infinitas colillas de cigarrillos. Se sentó de nuevo.
—Bueno, nos quedamos con esta suerte —dijo con voz aguda.
—Me parece que sí —respondió, cruzando los brazos.
—¿O habría que caminar?
—Es muy temprano.
Sin que lo notara, un muchacho se acercaba a un paso sigiloso.
Él seguía deliberando su accionar: cruzando y abriendo los brazos a cada respuesta, o encogiéndose de hombros.
El muchacho se detuvo frente a él.
—¿Quiere un café, señor? —le dijo, ofreciéndole un vasito descartable, humeante. Él sorbía de otro igual.
—¿Que si quiero o que si lo necesitamos? Sí, muchas gracias, joven. ¡Cómo está el tiempo! ¿No? Parece que Dios no se decide a diluviar, siempre es lo mismo. Y yo igual, ¿sabés? Pero con esto de quedarme o irme...
El chico sonrió en silencio mientras afirmaba con la cabeza. Mientras hablaba, el viejo se paró; él seguía con el brazo extendido. El viejo tomó el vaso e hizo una reverencia. El muchacho rió con una sonora carcajada. El viejo sonrió mostrándole su deteriorada dentadura.
—Que tenga buenas tardes —dijo el muchacho, imitando la reverencia.
—Después de usted —respondió el viejo, con otra más exagerada.
El chico no se movió, así que el viejo continuó hablando, como hacía siempre que alguien se quedaba a escucharlo, o simplemente se lo quedaba mirando.
—A tu edad, yo cantaba en un crucero, ¿sabes? ¿Cuántos años tenés? No me digas, seguro que 16.
Se acercó un poco. El muchacho dio un instintivo paso hacia atrás y luego cerró los ojos, como apenado por su movimiento. El viejo lo miró un momento, como si lo reconociera de algún lado, y continuó:
—Después me casé y todo terminó más serio. Todo viaje terminó... bueno no, solo todo eso del crucero terminó. Otro viaje había empezado, aunque todo realmente terminó cuando ella murió. Ahí terminé de terminar y terminé de empezar también. Bueno, no terminé ¿No? Porque estoy todavía acá...
Cuando terminó la frase miró al muchacho, el chico levantó la cabeza y lo miró a los ojos. El viejo bajó la cabeza. Ambos dieron un sorbo al café.
Una camioneta llegó escuchando reguetón a todo volumen "El dinero me llueve, mira diablo qué aguacero" se escuchó antes de que arrancara, acelerando bruscamente luego que el semáforo diera verde.
De la ventanilla trasera voló una lata de cerveza y cayó cerca de ellos. El viejo la miró.
—No es una piedra, pero puede servir —dijo con su voz aguda, y se encaminó a buscarla.
El muchacho se encogió de hombros al oír su voz aguda. Lo miró alejarse, lento. Se quitó la bufanda que llevaba puesta, la apretó con ambas manos y la dejó en una rama del árbol. Dio un último vistazo al viejo, y se marchó silencioso como había llegado.
El viejo levantó la lata. Tenía grabado el nombre de la marca en plateado. Al girarla, tenía grabado el nombre “Luis”.
—Gracias, Luis —dijo con voz aguda.
—No sé si te servirá —dijo otro muchacho que pasó hablando por teléfono, caminando ligero.
El viejo rió; mirando al muchacho alejarse, con el teléfono pegado a la oreja. Aplastó la lata con sus manos, y le hizo un gesto con el puño, que el muchacho ni siquiera vio.
—Claro que servirá —dijo con voz grave.
Dio el último sorbo al café. Volteó para mirar al perro, el balcón estaba vacío. Vio la bufanda colgando en el árbol.
Sintió otra gota.
Tiró el vaso del café a la calle y guardó la lata abollada en el bolsillo.
Miró al cielo encapotado. Otra gota cayó en su rostro. Luego otra y otra, como si al fin Dios hubiese tomado la decisión.
—A cada uno le llueve lo que le llueve —dijo con voz grave.
Y se fue, como si fuera una sombra más en la esquina del día gris.
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