Vapor de palabras
Hacía mucho frío. Tanto que la brisa quemaba el rostro. Cuando Julia hablaba, podía ver cómo su alma intentaba llegar hasta mí, impulsada al exterior por su lengua. Atraída quizás por mis ojos. O al menos deseaba que así fuera. Y no solo el vapor blanquecino de su aliento.
—Tooodos los fuegos el fuego, Andrés. ¿Entendés? El amor es amor. La pasión, esencia. En todos. Acá y allá. El odio se funde en odio, en rencor. ¡Por eso somos humanos! Nos conectamos como elementos conscientes. ¡El inconsciente colectivo! Símbolo y significado, Andrés, vos me entendés. Cotidianidad bajo la lupa filosófica.
Excelso. Glorioso. Espléndido. ¡Muy bien! Qué lindo, Julia. Y tantos otros adjetivos que podría haberle dicho, pero me quedé callado. ¡Callado y con cara de boludo! Tres palabras, Andrés; un ademán; un sonido gutural; ¡algo!
Felipe, en cambio, cobijado en su saco de pana azul marino —que combinaba con sus ojos— contestaba lo que me correspondía a mí. Exhalaba un vapor blanco simplón, cargado de elocuencia y coherencia intelectual, que desaparecía en la negrura de la noche.
—Ese tipo es una sola novela, Julia. Que, a propósito, es confusa y pretenciosa como él. ¿Por qué inundarnos de fantasía si nos sobra realidad? Tuvo la suerte de vivir entre los grandes, nada más.
—¿Y vos, de dónde saliste, Felipe? —respondió Julia—. Ahora, porque laburás en el Ministerio de la Inteligente Educación Provincial, sos crítico con aval cultural universal. ¿Eh?
—No, no, no… porque soy, pienso. Listo. No es para tanto, che.
—Pará un poco, René —Julia soltó una carcajada tan estrepitosa que unas señoras que pasaban detuvieron su paso para mirarnos con extrañeza—. Che, René, pero al final, ¿cuándo llegan Spinoza y Pascal con las bebidas? Una hora esperándolos, Felipe.
—Mirá, piso esa hormiga y en diez segundos están doblando la esquina.
—Tengo sed, René. Dale.
Las señoras siguieron su rumbo, tomadas del brazo como dos eslabones, meneando la cabeza como juzgando nuestra tan delirante juventud. Sonreí al verlas caminar, abrigadas hasta más no poder, con bufandas, gorros, guantes y polainas coloridas.
Mis oídos sentían las palabras de Julia y escuchaban el ruido de la boca de Felipe. Mi lengua ardía temblorosa, como agua segundos antes del hervor. Pero nada salía. Yo era el cerro Machín en la vereda de la calle Libertad.
—Edwuard, Edward, Eduard, Eduardo, Eduardito, querido —Julia miraba y golpeaba el reloj de su muñeca derecha con la larga uña de su dedo índice izquierdo. Luego miró sentenciosa a Felipe—: Si en diez segundos no aparecen, me voy a mi casa a dormir. ¡Es miércoles, por el amor de Dios! —y comenzó la cuenta regresiva.
—Bueno, ya está. Vamos entonces —dije instintivamente. Mi rostro se volvió completamente rojo, caliente y sudoroso. ¡Lo pensé en voz alta!
Cuando Julia y Felipe apuntaban sus ojos hacia mí, vi que en la esquina doblaban dos cuerpos abrigadísimos, como dos bolitas caminantes.
—¡Ahí vienen! —me apresuré a gritar.
Los rostros se encendieron. Vergüenza olvidada, por ahora. Los tres estiramos el cuello para verlos bien cuando el reflector con detector de movimiento del estacionamiento de la escribanía Ambrosky los iluminó. Desilusión: eran las dos señoras que regresaban, con una bolsa en brazos cada una, de las que sobresalían los tallos de las acelgas.
—"Bueno, ya está", como dijo Andrés —declaró Julia, frotando sus manos—. Me voy, porque mañana tenemos clases. Hagan lo que quieran ustedes. Chau, chau, adiós. —Me miró de reojo, con una fuerza tal que me desvió la mirada a los cinco segundos. ¡Soy un cobarde!
—Uuh, ¿otra vez? —dijo Felipe en cuanto moví mi cabeza—. Así no vas a probar nunca nada, Julita.
Julia se despidió de ambos con un beso, en silencio. Su fino silencio, que siempre me hacía temblar. Tras dar el primer paso, giró para clavarle los ojos a Felipe.
—¿Sabés qué? Me hiciste acordar una canción, Felipe —dijo sonriendo, moviendo las muñecas como un metrónomo, canturreando—: "No va a morir frente al Dakota, no alcanzará..." —se dio media vuelta, avanzó dejando una estela de brillo. Su voz aún resonaba mientras se alejaba—: "Dice que el amor se muere, y no dice más..."
Quedamos uno al lado del otro, viendo cómo Julia desaparecía tras doblar la esquina por donde habían aparecido las señoras. Se hizo un silencio, pero uno distinto, plano, terso. Esos que nacen para romperse con lo primero que viene a la mente.
—¿Qué canta ésta?
—El indio —respondí, con una leve satisfacción.
—Che, me dijo Coco que vos andabas "conversando" con don Alfredo Palacios. ¿Eh? —dijo Felipe, sin mirarme.
—¿Ah, sí? Le encanta a él eso de "conversar", parece.
—No sé por qué ahora le dicen así, "conversar con el autor". ¡Conversar! Yo digo, ¿qué tiene de malo la palabra leer?
Seguimos hablando un rato sobre poesía y anarquistas existenciales, todo girando alrededor de lo que proponía Felipe —yo solo respondía. De Palacios a Lorca (amistad), de ahí a Storni (confusiones), luego a Quiroga (suicidios), a Pizarnik (suicidio angustioso) y, claro, de ahí pasamos a Camus. Una charla —que simulaba más una entrevista o un monólogo de Felipe— que me pareció eterna, aunque no debieron pasar más de treinta minutos. Hasta que, por suerte, llegaron Coco y Aldo. ¡Mis salvadores!
—Pensamos que ya no venían —dije en voz alta, interrumpiendo a Felipe, que se sumergía en el absurdo del sistema económico mundial y hablaba de "la importancia de los recursos específicos".
Cuando los vi, ya estaban a dos metros. Traían la misma apariencia que las señoras, excepto por las polainas: las mismas bolsas reutilizables, pero con picos de botellas en lugar de tallos.
—¿Qué dicen los pingüinos? —dijo Aldo, exhalando su aliento como si fuera una máquina de neblina.
—Julia se fue, como siempre —dije, mirando a Coco, que de los tres era el que mejor me caía—. Poca tolerancia a la quietud.
—¿Trajeron todo? —dijo Felipe, observando con agudeza las bolsas, como contando las botellas.
—¡Pero claaaaro! ¿Qué te dije? Mi tío tiene de todo, hermano —respondió Aldo, abriendo la bolsa y mostrando las botellas.
Todas tenían un poco menos de la mitad —descontando las dos botellas de vodka. Pero nos bastaba para cortar la semana. Esto se estaba volviendo una rutina o un ritual alcohólico. ¿Es así como se debe aprovechar nuestra juventud?
—Buscá unos vasos, Andrés. ¿Con hielo o así nomás? —continuó Aldo, mirando a Felipe. Y como esperando órdenes, apoyó la bolsa en el piso con cuidado.
Cuando entraba, escuché que Felipe les comentaba mi forma de mirar a Julia y mi cómico comentario involuntario. ¿Lo hará adrede? Si no lo conociera desde la primaria, diría que es un gil tremendo, pero bueno. Amigos que nos deja el tiempo ¿Quién los juzga?
Busqué vasos y un tupper con hielo que ya tenía picado. Siempre dicen de tomar sin hielo y después terminan queriendo. Yo prefiero sin hielo, menos contaminación. O más, depende.
En realidad prefiero tomar solo vino.
Felipe preparó los Séptimo Regimiento que acordamos tomar. Sin hielo, por ahora. Fondo blanco para empezar bien.
Tomamos todo en menos de una hora. Casi un récord, diría. Intercalando regimientos con vodka y energizante —para equilibrar gusto con la inferencia, la dinámica.
—Che, loco, no hay más nada ya, nada —dijo Felipe, con la botella del último vodka empinada hacia el vaso vacío, agitándola para que soltara sus últimas gotas.
—Ojo al piojo, que Aldo siempre tiene un as bajo la manga. Un as verde y deliciosamente inflamable —dijo Aldo, sacando un cigarro de marihuana del bolsillo interno de su campera de jeans. Lo agitó como si fuera el billete dorado de Willy Wonka.
—Nooo, yo paso. Gracias —dije al instante, mirando con disimulo a Coco, como preguntándole con la mirada: ¿De dónde sacó Aldo que nos gustaría fumar porros? Él me contestó con sus ojos y cejas que "no tenía ni la más pálida idea".
—Daaale, che, un par de secas, Andrés. ¿O es que preferías irte con Julia? —dijo Aldo.
Me miraba socarrón, mientras se enorgullecía del comentario, dándole un codazo a Felipe.
Ambos me miraban de costado, como guiñándome un ojo. Con esa sonrisa torcida que da la borrachera. Yo los sentía desafiantes. Y acepté. ¿Por qué? No lo sé.
Al principio no fue nada más que un leve ataque de tos. Risas; palmadas en la espalda; más risas y recuerdos estúpidos. Luego, el temblor del piso, el irse de las cosas con los rayos de luz de los focos que me encandilaban; el sonido distorsionado de la calle y las voces.
El tiempo pasó ondulado. Más risas, carcajadas que entraban en mis oídos y apretaban mi estómago. Comentarios sobre mi estado: Felipe tratándome de blando; Aldo ofreciéndome fumar más; Coco pidiéndome permiso para buscar mi guitarra y, de repente, tocando y cantando a coro:
"Estás desorientado y no sabés qué trole hay que tomar para seguir..."
Mi cabeza no podía sostenerse erguida; necesitaba estar mirando hacia abajo para mantenerme estable, contenido, en equilibrio. Pero luego de un momento no di más. Vomité la mitad de las bebidas que tomé. Por suerte, solo salpicaron mis zapatillas.
—Uuh, ya se echó a perder —dijo Aldo.
—¡Qué hijo de puta! Mirá lo que es eso —exclamó Felipe, señalando el charco de vómito enfrente mío—. ¡Qué asco! ¡Menos mal que Julia se fue!
—Bueno, ya fue, che. ¿Estás bien, Andrés? —dijo Coco, dejando la guitarra recostada contra la pared.
En mi cabeza todas las voces se mezclaban. Y volvían las burlas anteriores como punzadas en mi sien. Al distinguir la voz de Felipe nombrando a Julia, una fuerza me impulsó a contestar.
—¿Hijo de puta yo? ¡Pedazos de forros! ¿Amigos ustedes? ¿Amigos se dicen? —Un calor me abrasaba lentamente, sentía hervirme la sangre. El gusto amargo de la bilis y la rabia.
Hice el esfuerzo de mirarlos a la cara, necesitaba verlos a los ojos mientras les hablaba—: Se ríen en vez de ayudarme, son una mierda. ¡Tómense el palo de acá! Váyanse a cagar.
Los tres me miraron sorprendidos: era la primera vez que me veían así, que me escuchaban así, que los echaba enojado de mi casa.
—¡Bah! Ya sacó a relucir su moral —dijo Felipe, dándoles unas palmadas a Coco y Aldo—. Yo mejor le hago caso. ¿Vamos a otro lado?
—Sí —dijo Aldo, soltando una risa nerviosa—. Seguro puedo rescatarle alguna otra cosa a mi tío. ¿Vamos, Coco?
—No, vayan nomás ustedes —dijo Coco, agarrando la guitarra y mirando hacia la funda.
—¿Posta? Ya está grande para que lo cuides, eh —dijo Felipe, dándole una palmada en el hombro a Coco—. Como quieras, Marcos.
No sentí la rápida ausencia de Felipe y Aldo, como tampoco la compañía de Coco —que solo se sentó al lado mío con la guitarra en brazos. Pasamos un largo rato en silencio, un silencio vibrante, cambiante, que zigzagueaba entre lo irritante y melancólico.
—Entro a guardar la viola, Andrés —dijo Coco, con un tono suave, suplicante—. ¿Vos, todo bien?
El silencio me había enfriado la garganta, ya no me picaba y los ojos me habían dejado de arder. Apoyé la cabeza en el marco de la puerta y le hice una seña para que pase. Otra vez sentía la brisa helada en el rostro. Recordé el vaho que emanaba Julia al hablar de su amada literatura. Desearía ser literatura contemporánea para pasar las tardes en su mente.
—Tomá. ¿Querés que te ayude con algo o…? —dijo Coco, al salir y cortar mi anhelosa imaginación literaria, ofreciéndome un vaso con agua.
—Gracias, Coco, no te preocupes. Andá nomás. —respondí seco, sin mirarlo. Aunque me alegraba un poco, me consolaba que se hubiera quedado. Todavía estaba mal, pero algo estaba mejor.
Me levanté dejando el vaso en la puerta. Coco se fue dándome un sentido apretón de manos. Solo me miró fijo a los ojos —nada de palabras baratas.
Entré a duras penas a mi casa. Con la energía que me daba un único pensamiento de ir mañana a clases, de verla. Hilando palabras que podría decirle para que entrevea mi amor, fui tanteando las paredes hasta llegar a mi habitación.
Sí, había un mañana: logré llegar a mi cama. Mañana en el que haría frente a todo y a todos y a ella y a mí.
Me tiré vestido, con las zapatillas salpicadas puestas. ¿Qué importa ahora?.
Mi cabeza todavía tambaleante me indicaba la única posición en la que me permitiría dormir. El estómago se retorcía de momentos, pero ya su mar estaba en calma.
Mi último pensamiento antes de quedarme dormido fue:
Ojalá pudiera al menos elegir qué soñar.
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